domingo, 23 de enero de 2011

Ceci n'est pas une critique


Hubo un tiempo en el que segmenté películas. El tiempo de la teoría, el visionado frenético, el análisis ideológico, la parte de atrás.

Hubo un tiempo anterior a éste en el que sabía muchísimo menos que nada de lo que alguna vez supe de cine. (Es desalentador pensar en lo poco que sabemos de algo). En esa época, púber y virgen, vi “Carne trémula” y me asombró enterarme de que las vaginas requieren descanso después de mucho follar.

En el primer tiempo –según el orden aquí narrado- descubrí que no me agradaba especialmente Almodóvar. Podía hallarle el gusto a su obsesivo preciosismo, pero no era lo mío. Hasta que me habló “Todo sobre mi madre”.

Las películas cuando nos hablan, lo hacen porque así lo necesitamos. Eso es de dominio público, no intento revelar ninguna idea original. Todos tenemos un cajón de películas personalísimas, íntimamente ligadas a una etapa, a lo que fuimos junto a alguien, a lo que creíamos y aspirábamos. Son fragmentos de pasado. Las hicimos nuestras aún a sabiendas de que no soportarían bien el menor análisis riguroso. Eso pasó con la aludida cinta de Almodóvar.

Lo importante en todo caso, y para retomar la idea, es darle mérito -cuando ocurre- a ese encuentro visceral entre obra y espectador despojado (de vicios, de lógica, de escuela) Para esto último hay y debe existir tiempo. Pero a veces, se nos antoja innecesario. El encaprichamiento no admite dudas.

Así, pasé del resto de la filmografía de Almodóvar. Cumplí el trámite de verle, pero nunca más me habló al oído. Nunca más me emocionó (tendría que concederla algo a “Hable con ella”.)

Vino el tiempo del vacío fílmico. De la lujuria de ver e intelectualizar lo mirado algunos ojos también se fatigan.

Ahora al intentar volver a la faena (reproductor de DVD nuevo en mi país nuevo) he topado con Almodóvar. Confieso que me resultó extraño ver cómo mi mano, sin obedecer lógica alguna, se enfilaba directo a “Los abrazos rotos”. Le obedecí. Después de verla entiendo por qué.

Hay algo en la mente de quien alguna vez acostumbró a ver cine y abortó la misión, una especie de memoria emotiva. Una suerte de “alguna vez anclé ahí y fue cómodo y fue plácido pese a los disgustos”. Vale, redundo en tonterías.

Lo que quiero decir es que la película resultó más de lo mismo, pero fue maravilloso topar con algo conocido que me llevase a buen puerto. Porque aunque no la incluiría jamás en una lista de favoritas, entendí a través de “Los abrazos rotos” que Almodóvar me brindaba un retorno inmejorable a esto de la dicha de ver cine. A sus filmes podemos criticarles muchas cosas, pero es imposible negar que son verdaderos documentos amatorios (del cine, no hablo del melodrama implícito)

Y como si de una secuencia episódica se tratase, vemos su filmografía discurrir en el presente desde la revisión del realizador. Más que citarse a sí mismo en afán de vanagloria, Almodóvar construye en “Los abrazos rotos” un entramado de diégesis.

Miro el pasado: lo que amé y odié de sus películas. Miro el presente y persisto gracias a él sobre la idea de que ver cine –tanto más si se le ha extrañado- es una experiencia sensorial completa, entrañable. Por el momento, para mí, sin construcción crítica depurada. Del futuro nadie sabe.

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