La nueva paciente del psiquiátrico va en silla de ruedas y tiene la piel pegada a los huesos de tan raquítica y desdichada. Sacude la cabeza, gime. Una enfermera la ha dejado en la sala de estar, frente al televisor común. De pronto se arquea y hunde la cabeza en las rodillas, como si una azafata imaginaria le hubiese exigido que adoptase la posición de emergencia. Se queja, como todos los internos, pero su locura está mucho más expuesta. El chico de la villa, que está acá por adicción al paco y la cocaína, es el único que se acerca. Le pregunta si quiere oír música. Ella asiente y él cambia el canal. Luego arrastra una silla y se sienta a su lado. Le toma la mano y la acaricia. No me dolerían tanto los psiquiátricos si no intuyese que, en el fondo, también son mi lugar.
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