Carlos y Eleazar eran una pareja tan perfecta como las sillas de diseño que amueblaban su apartamento de Los Palos Grandes. Como todo matrimonio perfecto, celebraban veladas en las que aseguraban que el vino servido era el mejor de Argentina, y ejecutaban una danza de dos que consistía en acaparar las conversaciones para que todos supieran de sus viajes de enamorados afortunados. Yo atendía a aquellas ceremonias impávida, mientras dilucidaba si lo que llevaba en la cabeza la directora de cine que me habían presentado era un exquisito adorno o un centro de mesa de unos quince años.
En aquellas reuniones todos se alababan entre todos. No sé por qué yo pensaba en el canal de la Asamblea, o en Oscar Wilde en cholas.
De pronto una creciente alharaca en la conversación me sacó de mis infortunadas ideas: Carlos y Eleazar mostraban a todos los presentes su recién adquirido cachorro de Schnauzer. Hablaban de sus bondades, de sus manías, de los juguetes que le habían comprado, de los paseos por la calle de Boston Bakery, de las posibles parejas para las crías (ninguna ideal, todas ordinarias, ninguna a la altura de su pequeño perro gay de Los Palos Grandes).
Me mareé. En el camino al baño tropecé con una foto de los tres en el Ávila y luego con una diseñadora de indumentaria que intentó venderme sus carteras con el logotipo de la harina PAN. Juro que pensé que no llegaría a vaciar mis tripas en el inodoro; sudaba frío.
Cuando por fin salí ya estaba decidida a marcharme. Entonces oí que Carlos y Eleazar hablaban muy en serio de bautizar al Schnauzer. Por suerte yo ya había vomitado.
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