The Amazing Spider-Man
Hay chicos que ni están al margen
ni habitan el centro. Los raros (y en la adolescencia casi todos somos raros,
porque ésa es la condición de la edad), los nerviosos, los silentes. El nuevo
Peter Parker (interpretado por Andrew Garfield) es todo eso, pero además —y
esa añadidura es su fuerte— es un conjunto de guiños, muecas, tartamudeos
profundamente encantadores. Es un rostro único y una silueta que no hace alarde
de corpulencia. Es adorable, no tonto. Peter Parker no está ni fuera ni en el
borde: es un personaje un poco corrido a un lado, como todos (o al menos, como
todos los chicos torpes que siempre me gustaron) “Mira, soy una persona
normal”, le dice Parker al niño que se encuentra en un auto suspendido; se ha
quitado la máscara: y sí, es normal, porque lo anormal es un adolescente tan
encantador y vivo, ahí, en pantalla. Sucede que innumerables veces hemos visto
cuánto se confunde normalidad con insulsez, por eso agradecemos tanto que a un
actor como Garfield se sume Emma Stone, que aquí y donde se le vea es una
actriz única, deleitable como pocas (para la sosería ya existe Kirsten Dunst,
haga lo que haga) Y Spider-man es todo
ese silencio, ese decir y no que pasa cuando ambos están juntos. De resto, no
se trata de acción, sino del héroe, y el héroe no es más que un chico jugando a
entender sus poderes. En ausencia de solemnidad, hay aquí mucha viveza; una cierta energía festiva que le va de maravillas al traje ceñido y elástico. Bah, que nunca me han gustado los menores, pero a este
Spider-man me lo llevaría a casa.
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