jueves, 8 de marzo de 2012

Breve repaso a la cuadra



Son como niños, los perros dice Ricardo con ese acento que rezuma encanto entre partes iguales de porteño y gallego, y lo dice siempre y con la misma sorpresa de quien no se cansa de esta nueva vida ganada en la contemplación de su animal. Che, chiquita, decile al Johnny que se pase por la oficina, que con el Johnny siempre conversamos y pasamos la tarde me pide, no sin antes saludar con toda la galantería que permiten sus sesenta y tantos años: ¿Cómo está la más hermosa de la cuadra? y yo le río la ocurrencia y agradezco en silencio la ventura de habernos topado con semejante porteño de fina estampa que a Jonathan lo llama Johnny, como haría cualquier habitante de la ciudad, pero con la salvedad de haber adoptado a mi novio como hijo bajo la excusa de los mandados, porque su oficina es ésa pequeña en Combate de los pozos, justo enfrente de nuestra puerta.
Camino a la calle México y en la esquina de la pizzería, el señor de los perros me sonríe mientras levanta su brazo en señal de saludo. Lleva el pantalón negro y la camisa manchada de todos los días y junto a él va su animal marrón, uno de los tantos que ha recogido y que le hacen la corte allí donde se dirija; viejos perros callejeros que andan sin collar y le esperan echados a la entrada del abasto chino donde a veces nos cruzamos, no sin que él me dé un beso en la mejilla y me deje tan de cerca el olor acre de su ropa y sus perros, que a esta hora en que escribo y no doblo por la calle México, estarán en el umbral de la vieja casa, apoderados de la acera mientras los transeúntes saltan para seguir su marcha rumbo a la avenida. Alguien me dijo que el señor de los perros tenía mucho dinero pero gustaba de vivir así, entre paredes que amenazan con derrumbe, y él mismo me contó que anduvo mucho por Europa y yo asentí porque llevaba prisa.
Sería suficiente ironía vivir sobre Venezuela, pero la gracia no acaba ahí, porque todas las ventanas de nuestro apartamento dan no sólo a la calle de ese nombre, sino a la altura de ésta entre 1800 y 1900, y cada vez que tomo ese rumbo sé que estoy en el siglo antepasado y casi de entrada en el siguiente, como si ningún recordatorio agotase la realidad, que por estos giros burlones sabemos desalmada. Y así, en la Venezuela del mil ochocientos y tantos me espera a menudo el gato que descansa en la vidriera de un viejo italiano que tal vez no sea italiano, pero a quien bauticé como tal por su desconcertante parecido con el tío Corrado Soprano. Me ven los dos desde la barbería, más Corrado que el gato, indiferente al mesurado gesto de lisonja que me regala su dueño. Me ven no más de lo que yo los veo, los viejos, los gatos, los perros, porque los distingo entre los demás en estas calles; sólo así podré llevármelos cuando abandone mi claraboya. Los viejos, los perros, los gatos, junto a algún recuerdo de la calle Sucre: no en Buenos Aires, sino en Caracas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario