Esta vez fui en blanco (o de blanco virginal) para entregarme completa y postrarme definitivamente a los pies, a la carne de Almodóvar. A la espera de la revelación me hallé atando cabos para urdir la trama que me separa de su cine. Me mantuve yendo y viniendo de la historia, di vueltas, recordé los pocos momentos de su filmografía que de verdad me interpelaron otras veces. No ahora, no frente a estas hermosas, sí, eso siempre es innegable, imágenes de La piel que habito.
No es buena señal dejarse ir frente a la pantalla; no cuando ese dejarse ir no nos encamina hacia la ruta planeada por el director. No cuando somos guiados por el mero ejercicio intelectual en detrimento del auténtico viaje (placer absoluto y vivido, jamás mirada distante) de una película hecha a la medida de nuestros gustos, deseos, miedos, e incluso, mundos imaginarios.
¿De qué va esta perplejidad ante La piel que habito?, me pregunto. ¿Por qué esta barrera que crece y no parece ya desaparecer entre su mundo (y lo he dicho: fui ilusionada, fui segura, casi anhelante por franquearla) y el mío?
Y ya estoy a punto de responderme que es simple, tan simple como la contracara del melodrama; pero entonces Almodóvar ataca y viola este espacio entre ambos. Porque en La piel que habito se viola literalmente: se viola la carne, la intimidad. Y se hace con todo el morbo que semejante acto requiere. Ahí me ata y me seduce: en cada embestida de Vicente (por dios, Almodóvar, mira que proyectar semejante fantasía drag, cola de tigre incluida); en el sencillo gesto —pero innumerables veces omitido en tantas películas— de la mano masculina que abre la cremallera y ajusta el miembro hasta calzarlo dentro de la carne femenina.
Intuyo que hay mucho aquí en La piel que habito. No sé exactamente el qué ni cómo, porque vuelvo a perderme en el debate: el cine de Almodóvar me asalta a veces y luego todo se diluye. Es de oleadas, de esos impecables primeros planos, fragmentos de su universo: diminutos, pasajeros, efímeros. Me llama lo micro de su cine, por partes, como retazos de piel (la piel de Elena Anaya, tan cerca, tan diosa sexual y espléndida aquí en todo sentido, sin duda alguna; incluso, la piel curtida de un Antonio Banderas que jamás —hasta ahora— imaginé como auténtico objeto sexual)
Son poquísimas las veces que he escrito notas sobre cine para este blog y, casualmente, es la segunda vez que hablo de Almodóvar, y me da qué pensar porque queda claro que no es de mis directores predilectos. Aun así, horas después de terminada la función me sorprendo cavilando sobre este enfermizo entramado que es La piel que habito. Almodóvar ha forzado mi defensa pero sé que no es un acercamiento definitivo; son sólo las ráfagas de un cine descarnado e intenso, aunque claramente no hecho a la medida de mis pasiones (me separo y vuelo lejos de la sala de proyección con cada gesto novelesco del tipo “secretos de familia”, de armas empuñadas, de mirada escrupulosa en el rostro de Marisa Paredes). Me gusta, eso sí, cómo esta vez crea un espiral de posibles e infinitos relatos sobre el deseo, la identidad sexual, las fantasías carnales, y en general, sobre el carácter sinuoso de esos parches que tan bien (o no) escondemos.
De La piel que habito deduzco que lo mío con Almodóvar no es un tema de diferencias irreconciliables pero sí de perfiles que no encajan a la perfección. Con todo, sería mezquino negar que me gustara haber habitado ese espacio de puertas franqueadas y finalmente abiertas; puertas como heridas que conforman un reino de sombras hecho a fuerza de entrañas.
Después de verla dos veces he descubierto que a pesar de lo desconcertante que pueda resultar en ocasiones (ese brasileño imposible enfundado en el disfraz de tigre más kitsch que uno pueda imaginar), Almodóvar ha realizado una de sus películas más arriesgadas (aunque mejor le quedaría el calificativo de desvergonzada), mezclando tonos, géneros y estilos con una libertad obscena, reinventándose pero conservando sus marcas y obsesiones (las pasiones enloquecidas, el melodrama que raya en el culebrón, el voyeurismo, etc)...ni siquiera me atrevería a decir que me gustó mucho, pero definitivamente la considero lo más interesante de su obra reciente.
ResponderEliminarLa perseverancia de la duda suele ser un indicador positivo en estos asuntos: tú la viste dos veces y yo aún la repaso en la memoria. Creo que esas cualidades que mencionas (la desvergüenza, la combinación de factores) hacen de La piel que habito una película libre, casi diría como un dibujo infantil, porque es pueril en ocasiones pero también sombría. Eso imposibilita aprehenderla de una vez o que muchos se sumen a su juego. Sí, definitivamente el que ha tomado Almodóvar es un camino interesante.
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