Si usted se fue de Venezuela y
las cosas no le han ido bien (más allá de los tropiezos normales que contempla
cualquier proceso de este tipo), podría descubrirse imaginando que, tras un
posible cambio de gobierno, también emergería un panorama más afable que le
permitiese regresar. Sólo un loco
dudaría de las infinitas bondades que depararía el triunfo de la oposición;
para empezar, retomar la alternabilidad ya sería bastante tras catorce años del
mismo tipo y los mismos cuatro office boys,
mejor conocidos como tren ministerial. Sin embargo, no está de más detenerse en
algunas ventajas de vivir en el extranjero, aunque sólo sea para afinar la
perspectiva; o bien para no deprimirse tanto cuando piensa en el ají dulce, el
mar Caribe, el cazabe con mantequilla y las birras con los panas.
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Las reuniones de ex compañeros de secundaria son
inviables. Ya esto es una razón de peso.
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Menos malandros. Menos probabilidades de ser encañonado
a las 12 del mediodía por un par de adolescentes ávidos de dinero fácil.
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Nada de gaitas desde octubre.
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Menor probabilidad de que un amigo proponga encontrarse
en un centro comercial.
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Menos amigos o ninguno. Esto pertenece a la lista
contraria.
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Puedes engordar. Nadie te dirá que antes eras más flaca
(o).
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Nadie te conoce. Bueno o malo, depende.
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Ahora usted es capaz de repasar mentalmente y hasta sus
detalles más recónditos, digamos, el sabor de un cachito de panadería. Lo
palpa, lo muerde, lo saborea. Vamos, su imaginación ha salido fortalecida en
este proceso.
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Menos piropos cochambrosos.
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Poder comprar chocolates, quesos y condumios importados
varios. No aplica en mi caso porque vivo en Argentina.
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Las reuniones familiares no son mi fuerte, así que se
incluyen como beneficio supremo.
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Como nadie lo conoce, usted podría verse obligado a ser
alguien nuevo. Quizá note que le gusta escribir, correr, andar en bicicleta o
bailar tap desnudo.
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La franela roja ya no será símbolo de choque. Quizá
podría recuperarla para su guardarropa. De cualquier modo, ¿usted es pendejo?
Siempre pudo vestirse de rojo y darse el gusto de inducir la confusión entre
los demás.
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Motorizados. No necesito profundizar.
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Las execrables alarmas de carros de las que nadie se
hace cargo. Un día sonará una y usted, extrañado, notará que en la ausencia de
ese sonido maldito casi ha formado un oído absoluto.
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La diana de madrugada los días de elecciones. ¿Se puede
estar más enfermo?
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Su madre ya no podrá llamarlo un día sí y un día no
para contarle lo que usted ya sabe: que su padre es un insensible y que
volvieron a pelear por las mismas necedades por las que discuten desde hace
cuarenta años.
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De tanto ver fotos de playas cristalinas —ahora
lejanas—, desarrollará un perenne rictus mohíno y le entraran ganas de asesinar
bebés chinos.
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El San Nicolás de Banesco. La instalación florida en El
Guaire. Igual que los motorizados.
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Imposible ver que la putrefacción de Porlamar, lejos de
aminorar, avanza. Una depresión menos.
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Si usted fue el mejor alumno de su secundaria y después
jamás encontró un trabajo decente y terminó convertido en un fracaso de primera
línea, recuerde: no habrá reencuentros de ese tipo.
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Ya no está solo: otros usan el rayado peatonal.
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Si se muda a Argentina seguirá estando solo: usted se
guardará la bolsa de Doritos vacía en un bolsillo del jean; los abyectos
lanzarán eso y más a la calle sin remordimientos.
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Los mismos sujetos que lanzan basura a la calle dirán
que Argentina se fue al carajo. Nunca es culpa de ellos, claro.
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Gracias a lo anterior, usted comprenderá que Venezuela
no está aislada en su insania.
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Ni bien sepan que usted es venezolano, le nombrarán a
Chávez. La dinámica le llevará a estar a un paso de la santidad o del espíritu
zen.
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Los argentinos aman a Chávez. Supongo que españoles,
chilenos, peruanos y tailandeses también. El mundo es un lugar feísimo.
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Si tiene perros o los adopta en su nuevo país —mi
caso—, agradecerá poder pasearlos con tranquilidad.
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Ahora que conoce el invierno, y no de pasadita, percibirá
cuán ridículo se veía al proclamar que usted preferiría el frío. Déjese de
joder y busque oficio.
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Los militares en las calles —y en cada rincón— serán un
recuerdo. Es como abandonar una película bananera futurista.
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Advertirá que a los choferes de colectivos les está
prohibido musicalizar la jornada. Las cornetas al estilo ‘Enchúlame la máquina’
de las camioneticas son un indicativo claro de estar en el mundo relatado en
Idiocracy (Mike Judge, 2006).
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¿Ha notado cuánta bulla hacen los venezolanos? Las
mujeres argentinas tienen una suerte de pito en la garganta. Digamos matraca, así evitamos el doble sentido.
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Menos Bolívar, más Perón. La casa siempre gana, para nuestra desventura.
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Lo que no se ve, se idealiza. En los momentos de mayor
desgracia, cuando siente que de estar allá seguramente habría conseguido el
empleo que ahora ni por asomo aparece, usted tendrá una imagen prístina y
espléndida de Venezuela. Felicidades: usted está en la cabeza de Chávez.
¡Jajajá! Estupendo, como siempre.
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