— Son como niños, los perros — dice Ricardo
con ese acento que rezuma encanto entre partes iguales de porteño y gallego, y
lo dice siempre y con la misma sorpresa de quien no se cansa de esta nueva vida
ganada en la contemplación de su animal. Che, chiquita, decile al Johnny que se
pase por la oficina, que con el Johnny siempre conversamos y pasamos la tarde — me pide, no sin antes saludar con toda la galantería que permiten sus
sesenta y tantos años: —¿Cómo está la más hermosa de la cuadra? —y yo le río la ocurrencia y
agradezco en silencio la ventura de habernos topado con semejante porteño de
fina estampa que a Jonathan lo llama Johnny, como haría cualquier habitante de la ciudad, pero
con la salvedad de haber adoptado a mi novio como hijo bajo la excusa de los
mandados, porque su oficina es ésa pequeña en Combate de los pozos, justo enfrente de nuestra puerta.
Camino a la calle México y en la
esquina de la pizzería, el señor de los perros me sonríe mientras levanta su
brazo en señal de saludo. Lleva el pantalón negro y la camisa manchada de todos
los días y junto a él va su animal marrón, uno de los tantos que ha recogido y
que le hacen la corte allí donde se dirija; viejos perros callejeros que andan
sin collar y le esperan echados a la entrada del abasto chino donde a veces
nos cruzamos, no sin que él me dé un beso en la mejilla y me deje tan de cerca el
olor acre de su ropa y sus perros, que a esta hora en que escribo y no doblo
por la calle México, estarán en el umbral de la vieja casa, apoderados de la
acera mientras los transeúntes saltan para seguir su marcha rumbo a la avenida.
Alguien me dijo que el señor de los perros tenía mucho dinero pero gustaba de
vivir así, entre paredes que amenazan con derrumbe, y él mismo me contó que
anduvo mucho por Europa y yo asentí porque llevaba prisa.
Sería suficiente ironía vivir
sobre Venezuela, pero la gracia no acaba ahí, porque todas las ventanas de
nuestro apartamento dan no sólo a la calle de ese nombre, sino a la altura de
ésta entre 1800 y 1900, y cada vez que tomo ese rumbo sé que estoy en el siglo
antepasado y casi de entrada en el siguiente, como si ningún recordatorio agotase
la realidad, que por estos giros burlones sabemos desalmada. Y así, en la Venezuela del mil
ochocientos y tantos me espera a menudo el gato que descansa en la vidriera de
un viejo italiano que tal vez no sea italiano, pero a quien bauticé como tal
por su desconcertante parecido con el tío Corrado Soprano. Me ven los dos desde
la barbería, más Corrado que el gato, indiferente al mesurado gesto de lisonja
que me regala su dueño. Me ven no más de lo que yo los veo, los viejos, los
gatos, los perros, porque los distingo entre los demás en estas calles;
sólo así podré llevármelos cuando abandone mi claraboya. Los viejos, los
perros, los gatos, junto a algún recuerdo de la calle Sucre: no en Buenos
Aires, sino en Caracas.