sábado, 26 de marzo de 2011

El viaje



Sucedió semanas después de conocerla, cuando ya había rebajado 16 kilos. Quiero decir que antes de eso, Adriana era simplemente la compañera del cubículo continuo en una oficina gigante llena de operadores telefónicos, con sus audífonos y el poco tiempo para conversar entre una llamada y otra.

Tal vez esté mintiendo para mitigar mi patetismo. Hacía días que Adriana me molestaba. No era una chica intrigante, no tenía los modales hoscos de las otras, no era del tipo vulgar; sin embargo, había algo en ella que me hacía odiarla: Adriana era consciente de la metamorfosis, del poder que le otorgaba ese nuevo cuerpo.

Pero no fue hasta que estuvo delante de mí y abatida, confesó: Me siento perdida. No sé qué hacer con mi vida. Lo recuerdo porque más temprano había leído en el colectivo el tercer capítulo de El doble, de Dostoievski:

"Todo lo que temía y presagiaba se hizo real. Cesó su respiración, la cabeza le daba vueltas. El desconocido estaba sentado frente a él, sobre su cama, sonriendo levemente, y entornando un poco los ojos movía amistosamente la cabeza. El señor Goliadkin quiso gritar pero no pudo, protestar de alguna manera pero no tenía fuerzas suficientes. Los pelos se le pusieron de puntas y se sentó sin otro sentimiento que el terror. Por su parte, tenía por qué. El señor Goliadkin reconoció a su amigo nocturno. Su amigo nocturno no era otro que él mismo, el propio señor Goliadkin, otro señor Goliadkin pero completamente igual que él mismo; en una palabra, lo que se dice un doble suyo en todo sentido."

 ¿Qué clase de burla era esta? ¿Y por qué había escogido yo aquel libro de entre todas las opciones de la librería?

Entiendo que hasta ahora no he narrado el origen de la similitud. Hay razones de peso (y también de edad y pudor) Pero no he conquistado esta ruta para esconder mis bajezas.

A sus 19 años Adriana no era tonta, venía de experimentar con el teatro y gustaba de leer obras (mucho más de lo que podía decirse de las otras chicas de la oficina); no obstante, la renovada belleza producto de una dieta estricta había devenido en obsesión: Adriana se torturaba a cada segundo con conteos de calorías y se pesaba rigurosamente. Pronto su único tema de conversación fue la comida (o la ausencia de ésta) y la necesidad de nuevos ropajes para la exhibición de sus (magníficas) formas.

Era inocente y amable, Adriana,  pero incapaz de ver la nadería en sus pequeños dramas cotidianos: me acosaba con histéricas quejas sobre su futuro, vociferaba ser víctima de un aburrimiento insostenible. Como nada tenía sentido, ser hermosa era la única opción posible. Fui perdiendo sus contornos a medida que ella se asía al regocijo del espejo.

Yo quise decirle que sus 19 años eran los míos. Quise decirle que perdí el tiempo porque también perdí esa batalla que ella libraba y ya creía ganada (“Aunque lo juzgues imposible, los kilos volverán, Adriana. Serás esas formas y deberás luchar por que no duela, por ser más que una pobre mujer entristecida por tamaña vanidad”). Quise decirle que fui ella en toda su desdicha oculta tras la belleza; en los insulsos, precipitados dramas. Quise decirle que me vi 10 años antes y después y que tuve que recorrer esta gran distancia para odiarme en ella, odiarla a ella y recuperarme a mí misma. Nada de eso le dije, claro está. Una mujer tiene su orgullo, y el mío reposa sobre este secreto que de ser expuesto ante Adriana, me devolvería una imagen marchita.

Hace tres días subrayé unas líneas de Salvador Garmendia pertenecientes a Pasado inverso:

"Dos pasos más y nuestros perfiles se emparejarán por un segundo; solo que la otra figura ha empezado a perder espesor; me da la impresión de que está haciendo esfuerzos por doblarse en varios pliegues y quedar convertida en un cuadrado, archivarse, dejar de ser…"

No sin congoja he comenzado a relajar mis juicios contra el pasado y a admirar el presente. 

2 comentarios:

  1. No se puede no calificar de buena fortuna el haberme encontrado hoy con estas palabras, pero también con todos los otros textos que, bajando el cursor, prolongaron ese "viaje" y lo llenaron de paisajes nuevos y gratos. Cristina, escribes con clase y con gracia. Tu prosa es de las que conserva el humor sin sacrificar la sensibilidad, sin desmerecer la belleza. Ya tienes un lector, aquí.

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  2. Caramba, Luis, muchísimas gracias. Los halagos suelen dejarme muda, y éste hasta me hizo sonrojar.

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