Hay un tipo de pesadumbre que sólo se pasa escribiendo, me digo, como quien descubre el agua tibia, la masturbación o el poder sanador de una borrachera. Esa pesadumbre es la que he ido acumulando en los últimos meses cuando, sin darme cuenta, decidí dejar de lado la lectura y cualquier intento de escritura. Me curé, fue lo que atiné a pensar. No más esclavitud ante el teclado, no más releer lo garabateado para odiarlo, no más leer a otros para odiarme por incapaz. Salí entonces a las plazas y me emborraché con otros, no ya a solas junto al monitor de la computadora. Fumé, inhalé, me senté en pórticos con una birra de litro junto a las piernas, a oír las cuitas de los demás, a odiarlos en secreto, a envidiar sus vidas alegres de jóvenes que beben en las calles y plazas de su ciudad porque pueden. Y me pasaron aun cosas más importantes, más profundas y dramáticas, pero ésas las guardo como se guarda lo verdaderamente importante. Pero hoy, al verme postrada y gris, con ganas de rehacerme de nuevo y con dolor en el pecho (que sí, es por fumar, pero se me antoja ser menos realista) entendí que debía volver a esta suerte de condena que significa escribir, aunque sólo sea para decir: lo hice y, en ningún caso, para hacerme la importante o la que tiene cosas que narrar. Vendrán más birras en las calles de San Telmo, vendrán mis pasos discretos por las veredas de México y Jujuy. Y seguro alguien cantará algún tema de Morrissey o de alguna de las cientos de bandas argentinas que desconozco y yo pondré los ojos en blanco mientras les oigo, exaltados, decirme por millonésima vez: «¡Che! ¡¿Cómo que nunca los oíste?!». Porque lo que quiero decir, a fin de cuentas, es que por fin, tras cuatro años, he empezado a sentirme una verdadera habitante de esta ciudad, no su espectadora. Y todo porque salí y tomé por asalto las calles, dejándome llevar, comprendiendo lo que no tenía en Caracas y que ahora está allí: la libertad de emborracharme mientras miro a los viandantes. A veces las cosas más simples son las más reveladoras.
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