No sé nada de boxeo y la pelea de
ayer entre Sergio “Maravilla” Martínez y Julio César Chávez Junior es, apenas, la
segunda que he visto en mi vida. Pero
eso no cambia el hecho de que anoche vi más vida y más belleza en ese ring de
la que asoma — endeble, encubierta — en muchas
ficciones.
Mi desconocimiento me impide
narrar los hechos con el lenguaje adecuado. Apenas puedo ceñirme a una torpe descripción
de imágenes que, para mi mayor impotencia, se funden hasta ser apenas unas
pocas.
“Maravilla” Martínez lanza golpes
casi sin descanso. Chávez Junior recibe y esquiva, recibe y esquiva. Espera. En
medio de esa dinámica transcurre buena parte de la faena. Hay sangre en su
nariz. Cuando mejor se ubica Chávez contra Maravilla es cuando le arrincona. El
triunfo parece estar del lado del argentino, pero de repente un gesto retador
de Chávez nos indica que su método es más discreto y por eso, tal vez más
brutal: extiende los brazos y sube los hombros. “¿Qué? ¿Qué es lo tuyo?”, traduciría
un venezolano.
Menciono ahora la seña, quizá
intrascendente, quizá práctica común en el boxeo, porque fue imposible para mí
desembarazarme de la carga casi obscena que yacía en su desparpajo. Tras ella, todo lo que parecía evidente
truncaba en suspenso; la certeza retrocedía o, mejor, se deslizaba a un nuevo
terreno: el del desquite. Aun ensangrentado
Chávez prometía, a través de un gesto, batallar desde el aguante hasta tal
vez destruir a su adversario.
Por su perfección y crudeza los
dos asaltos finales escapan a cualquier consideración. Me contentaré con agregar que durante el
último round la promesa de Chávez fue cumplida a cabalidad: emergió de golpe hasta hacer caer a Martínez. Pero una vez en pie, tambaleante y ya por fin
herido, éste, lejos de sujetarse al torso de Chávez para mitigar el
ataque, continuó lanzando manotazos. Casi
podíamos vislumbrar el cuerpo yaciente, destinatario de estacazos fulminantes. “¡Ay,
Maravilla, metete atrás, querido!”, repetía el narrador argentino ante la
poderosa embestida del mexicano, que haría caer de nuevo a su contrincante.
Puñetazos alternados a igual ritmo hicieron de
los segundos finales una agonía. Chávez había despertado y Maravilla luchaba
por prolongar la supremacía mostrada en casi toda la jornada. Sangre, mucha
sangre. Gritos, vítores, abucheos.
No me interesa la violencia en la
vida diaria y puedo decir con absoluta honestidad que, si acaso algo me haría
dar media vuelta, sería ver a un hombre cercano irse a las manos con otro. Cualquier
situación que derive en violencia (fuera de la ficción, y el deporte es una suerte de ficción, con reglas, personajes, héroes y vencidos),
me genera una mezcla de asco y miedo. Demás está decir que, en muchos
casos, las vidas privadas de los
boxeadores suelen ser un despliegue de violencia doméstica, reyertas públicas
fuera del cuadrilátero y otros excesos. Nada de eso me interesa. Me atrae — y mucho —
lo que vi anoche, lo que sucede dentro de ese marco que dos hombres han
escogido para debatirse hasta las últimas consecuencias: con sus leyes, su rigurosa
rutina de preparación, su tiempo que pende de un hilo y el sudor y la sangre
que salpican en cámara lenta.
Horas después del suceso recordé
que idéntica sensación experimenté con Jackass
3D. No un placer afable, domesticado y traducido, sino un alud de emociones
para las que nada te ha preparado (nunca antes había visto Jackass, ni el programa ni las películas anteriores) Cada segundo
de Jackass funcionaba como un golpe; la
conmoción era continua, frenética — así es el ritmo de la película —
y al terminar ya yo estaba en otro sitio. Eso
pasa con algunas primeras experiencias: uno ha sumado algo que tiene un tanto
de indescriptible y otro de perturbador. Con Jackass, y ahora con la pelea de ayer, se repite esa dupla de
elementos.
Nada de
esto significa que no sea capaz de conmoverme, digamos, con un libro (la obra
de Coetzee, por ejemplo) o que no pueda ver belleza en Schiele. Pero es una
cualidad distinta, puesto que de lo que ahora hablo es de un movimiento
visceral, violento. Como tener sexo por primera vez (si tuvo usted la buena
fortuna de que la circunstancia le resultase favorable) o incluso, como esa
sacudida que se sufre en una montaña rusa: todas impresiones que se instalan de
manera perenne, que socavan la normalidad al permitirle al cuerpo salirse de
sí, desbordarse.
Tal vez
(seguramente) otros obtienen idéntico resultado al escuchar una sinfonía o al
ver una película diametralmente opuesta a la mencionada. Y está bien, cada
quien que busque la belleza donde crea posible encontrarla y que se la procure
cada tanto. Yo defiendo que Jackass 3D
es perfecta porque su actitud transgresora, conjugada con un uso magnífico de
la cámara y de colores, logran poner
en jaque no sólo el lugar del espectador, sino de ciertos valores y actitudes
y, aun más, de la noción misma del cine: le sacude la inocuidad, lo devuelve a
un espacio lúdico donde el desarrollo de un relato clásico no tiene cabida.
Lo
mismo me sucedió anoche gracias a dos boxeadores. Y es que no puede haber más
belleza y más vida que ahí donde dos hombres, amparados por su tenacidad y talento, convocan a la muerte.