— Hola,
sí. Llamo de Telefónica para informarle sobre nuestra última promoción.
—…
No
suelo atender el teléfono fijo, pero era quince, esperaba la llamada del dueño
del departamento para acordar la entrega del alquiler correspondiente.
— La
promoción incluye banda ancha por un mínimo costo durante doce meses.
— Sí.
No
corto pero tampoco escucho. Hablar por teléfono me resulta extraño; soy dada a
la dispersión y la ausencia de rostro del interlocutor me pesa, me angustia. A
mi natural aversión hacia la charla telefónica habría que sumar el año que
trabajé como operadora de callcenter, que a todas luces, contribuyó a cimentar
esta suerte de fobia. No corto por la misma razón: aprendí a escuchar con
paciencia y amabilidad, a alimentar la suposición de una posible prebenda para
quien llama (sí, imagino que la chica, como antes yo, redondea el sueldo con
las comisiones)
— ¿Ustedes tienen computadora de escritorio o
netbook?
— Netbook — contesto, y observo la neblina: un
auténtico día de mierda. El invierno a tres pasos, que no es el frío (ya para
qué) sino mi determinismo climático, una agonía que se instala en el cuerpo. Ya
estamos grandes para dejar que la ausencia de luz decida por nosotros, y sin
embargo.
— Bien, netbook, ningún problema.
— Depende, ahora es todos los problemas, fíjese que por más que me siento frente a ella
qué va: nada. Nada de nada. Un sentimiento lastimero me arranca una y otra vez
la posibilidad de escribir algo, lo que sea. Todo esto lo pienso y no lo digo
pero tampoco corto; y no corto porque es tanta el desamparo que me dejo
arrastrar por cualquier nimiedad. Ya a estas alturas me parece que —sin saber
qué son— yo también empiezo a ver jebecitos constantes, como Martín Romaña, y
digo Martín Romaña porque tampoco me gusta molestar y entonces, como él, voy
haciéndome diminuta, tan diminuta que temo abrir la boca, no sea que las
tonterías que diga y escriba me superen en tamaño y ahí sí, vuelta a sentirse
miserable y diminuto.
— ¿Me escucha?
— Sí, sí. Mentira. Caminas y no escuchas, miras
y no escuchas. Te ha dado por compadecerte de la angustia esa que te impide
escribir algo. Bajas la cabeza y observas con estupor el proceso de
empequeñecimiento que de a poco te convertirá en miniatura, como al Romaña,
salvo que menos adorable, sin letras que preserven lo que te ha dado por
callar.
— Bien, señora Cristina. Entonces recibirá
usted otra llamada en cinco minutos a fin de concretar la entrega del paquete.
— Vale — digo —. Me despido amablemente y cuelgo.
¿Por qué carajos perdiste varios minutos del
día en una llamada que no te interesaba? Porque para escribir hace falta cierto
desconsuelo aunado a una dosis de desparpajo, el mismo que no tengo para
cortar, ni con la llamada ni con esta voz que me disminuye.
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