(Entre Perón y Chávez)
— Tratar de definir qué significa
el peronismo es el deporte de los argentinos —dijo el profesor a la clase con
una leve sonrisa—. Los alumnos rieron. Yo no tuve el valor.
Es complicado —por no decir que
tortuoso, cargante, fastidioso— dejar un país politizado al extremo, asfixiado
y sometido a la presencia inevitable de un hombre vivo, por otro en el que un
muerto no da tregua, hasta el punto de desdibujarse para ser en cada cual lo
que cada cual necesita o quiere ver.
Sí, de Perón a Chávez hay mucho trecho.
Sin embargo —y a riesgo de sonar desquiciada—, de la comparación surge el
inevitable susto. El fenómeno del militar todopoderoso y henchido de amor por
los desposeídos, lejos de desaparecer, reverdece y se ensaña contra todo
sentido común. El gobierno argentino actual es peronista. Y peronistas son
muchas de las corrientes políticas —disímiles y opuestas— de este país.
Peronista es esto y aquello. Es todo o nada. Es el habla, el refrán, el
adjetivo escurridizo, el país. Es un muerto. Un militar, un nacionalista, un déspota
—me digo—. Y entonces inevitablemente me pregunto: ¿Será también nuestro hado
vivir a la sombra de un espectro siniestro?
Mi aversión hacia Perón crece a
medida que trato de descifrar la adhesión que, como contrapartida, genera el
sujeto en tantos argentinos. En un salón de posgrado compuesto por una
heterogénea mezcla de nacionalidades e intereses, y en cual los argentinos
representan casi la mitad, nadie parece levantar la voz cuando el tema a
discutir es Perón. El profesor comenta que la mayoría de los intelectuales de
la época eran antiperonistas; habla de censura, encarcelamientos, cesantías de
educadores por manifestarse en contra del líder, vigilancia. Yo los he visto
enardecerse antes, he visto sus muecas de asco al hablar de Estados Unidos, de
capitalismo, de dictadura. Pero ahora el clima es distendido: profesor y
alumnos comentan sin más, como quien refiere episodios singulares. Un mal
menor, poca cosa. Algo que, como señaló antes, millones de argentinos tratan
día a día de descifrar en aras de renovar el amor.
Hay una anécdota:
— En aquel entonces el gobierno
presionó a la Academia Nacional
de Las Letras para que nominasen a Eva Perón al Premio Nobel.
No es graciosa, salvo que hagamos
el ejercicio de vernos de soslayo, como escenario de las más tristes conductas
humanas, bajo el amparo de la liviandad que —dicen—caracteriza a los
latinoamericanos (cualquier cosa que eso signifique) Pero las risas arrecian en
el salón. Mi asombro no se sustenta en incredulidad ante los desmanes de un
sujeto como Perón. No: es asombro ante la ligereza de ánimo de quienes me
rodean. El juicio contra Perón es blando.
Hay una segunda anécdota:
“¡Alpargatas sí, libros no!” y “¡Haga patria, mate a un estudiante!” fueron
consignas coreadas por los simpatizantes de Perón, para quien la cultura y la
educación no eran más que reductos de individuos privilegiados; la elite. En
efecto, aun hoy en día, hay quien se cree superior o elegido por contar con
educación o título universitario, y eso habla bastante bien de nuestras propias
deficiencias como sociedades. Sin embargo, creo que no hay necesidad de agregar
nada más a frases tan tendenciosas y violentas; por el contrario: dicen mucho
del sujeto idolatrado. Por eso sigo sin entender.
Perón fue elegido
democráticamente, no una sino tres veces. Dice el profesor que la oposición no
supo entender el fenómeno, de ahí que recurriesen al adjetivo de fascista
cuando ya la Segunda Guerra
había finalizado. Alguien hace mención a la conocida postura antiperonista de
Borges y, en general, de la revista Sur
—fundada y dirigida por Victoria Ocampo—.
Yo permanezco a la escucha, atenta a un posible descubrimiento que me
permita asir la historia.
De pronto ahí está: no será el
rompecabezas completo, pero sí una pieza importante. Después del golpe de
Estado de 1955 (tercer año de la segunda presidencia de Perón), la Revolución Libertadora
— así dio por llamarse la dictadura militar; de cursilería y cinismo saben
mucho los uniformados— se propuso la “desperonización”
del país. Entonces —cuenta el profesor— vino la radicalización: se prohíben
palabras (justicialista, Evita, peronismo, etcétera), se asume el peronismo
como un error a ser sepultado. Una noche gris, una borrachera; un “algo”
absolutamente extraño a la Argentina. Un
olvido que ha de pasar por la eliminación de las palabras, puesto que no existe
aquello que no podemos nombrar.
El siguiente paso lógico era
constatar que no tenía moral para censurar quien actuaba con métodos igualmente
abusivos. La
Revolución Libertadora persiguió, fusiló. Y de a poco, Perón
surgió como una opción noble y válida ante quienes se mostraron reacios en
principio.
Pídeme que no fume y fumaré.
Pídeme que no beba y beberé. Pídeme que no lea y leeré. Prohíbeme las palabras
y llenaré páginas enteras con ellas. Serán quizá entonces meros garabatos
vacíos a fuerza de repetición, pero buscarán cómo salir y ser más fuertes. Cuando
la memoria amenaza con borrar el pasado acudimos exultantes a convertirlo en
otra cosa: completamos, forjamos nuevos entresijos, renovamos lo que tal vez
—seguramente— fue tan distinto. Y nada pasa si es la memoria de un solo hombre,
pero ¿y si son muchas?
Dice el profesor que comparar dos
fenómenos distantes habla más de quien compara que de los fenómenos en sí. Me
interesa, en este caso, exponerme a través de ese procedimiento comparativo
entre Chávez y Perón: que el chavismo no sea la noche oscura de quien aspira
volver a un país ya inexistente; que no volteemos la cara ante lo que a todas
luces es real. Lo sabemos porque también una muestra de todo ello tuvimos en
2002. Pero allí, en un aula de la Universidad de Buenos Aires, me resultó imposible
no estremecerme ante la posibilidad de que un nuevo intento atroz por cortar de
cuajo lo que no nos gusta, derive irremediablemente en un espiral avasallador.
No sé qué es el peronismo (si no
lo saben los argentinos, mucho menos yo). Sé que lo militar me repele, que los
hombres son finitos y la palabra, en cambio, tiene eco e inclusive, entidad.
Que todo lo que en vano afán he intentado olvidar, vuelve. Y creo —sobre todo
hoy— que ya nada podemos hacer, salvo ser consecuentes con lo que exigimos como
ciudadanos. En mi caso: no ser ni actuar como el contrario.