sábado, 16 de junio de 2012

La comparación inevitable

(Entre Perón y Chávez)



— Tratar de definir qué significa el peronismo es el deporte de los argentinos —dijo el profesor a la clase con una leve sonrisa—. Los alumnos rieron. Yo no tuve el valor.

Es complicado —por no decir que tortuoso, cargante, fastidioso— dejar un país politizado al extremo, asfixiado y sometido a la presencia inevitable de un hombre vivo, por otro en el que un muerto no da tregua, hasta el punto de desdibujarse para ser en cada cual lo que cada cual necesita o quiere ver.  

Sí, de Perón a Chávez hay mucho trecho. Sin embargo —y a riesgo de sonar desquiciada—, de la comparación surge el inevitable susto. El fenómeno del militar todopoderoso y henchido de amor por los desposeídos, lejos de desaparecer, reverdece y se ensaña contra todo sentido común. El gobierno argentino actual es peronista. Y peronistas son muchas de las corrientes políticas —disímiles y opuestas— de este país. Peronista es esto y aquello. Es todo o nada. Es el habla, el refrán, el adjetivo escurridizo, el país. Es un muerto. Un militar, un nacionalista, un déspota —me digo—. Y entonces inevitablemente me pregunto: ¿Será también nuestro hado vivir a la sombra de un espectro siniestro?

Mi aversión hacia Perón crece a medida que trato de descifrar la adhesión que, como contrapartida, genera el sujeto en tantos argentinos. En un salón de posgrado compuesto por una heterogénea mezcla de nacionalidades e intereses, y en cual los argentinos representan casi la mitad, nadie parece levantar la voz cuando el tema a discutir es Perón. El profesor comenta que la mayoría de los intelectuales de la época eran antiperonistas; habla de censura, encarcelamientos, cesantías de educadores por manifestarse en contra del líder, vigilancia. Yo los he visto enardecerse antes, he visto sus muecas de asco al hablar de Estados Unidos, de capitalismo, de dictadura. Pero ahora el clima es distendido: profesor y alumnos comentan sin más, como quien refiere episodios singulares. Un mal menor, poca cosa. Algo que, como señaló antes, millones de argentinos tratan día a día de descifrar en aras de renovar el amor.

Hay una anécdota:

— En aquel entonces el gobierno presionó a la Academia Nacional de Las Letras para que nominasen a Eva Perón al Premio Nobel.

No es graciosa, salvo que hagamos el ejercicio de vernos de soslayo, como escenario de las más tristes conductas humanas, bajo el amparo de la liviandad que —dicen—caracteriza a los latinoamericanos (cualquier cosa que eso signifique) Pero las risas arrecian en el salón. Mi asombro no se sustenta en incredulidad ante los desmanes de un sujeto como Perón. No: es asombro ante la ligereza de ánimo de quienes me rodean. El juicio contra Perón es blando.


Hay una segunda anécdota: “¡Alpargatas sí, libros no!” y “¡Haga patria, mate a un estudiante!” fueron consignas coreadas por los simpatizantes de Perón, para quien la cultura y la educación no eran más que reductos de individuos privilegiados; la elite. En efecto, aun hoy en día, hay quien se cree superior o elegido por contar con educación o título universitario, y eso habla bastante bien de nuestras propias deficiencias como sociedades. Sin embargo, creo que no hay necesidad de agregar nada más a frases tan tendenciosas y violentas; por el contrario: dicen mucho del sujeto idolatrado. Por eso sigo sin entender.
Perón fue elegido democráticamente, no una sino tres veces. Dice el profesor que la oposición no supo entender el fenómeno, de ahí que recurriesen al adjetivo de fascista cuando ya la Segunda Guerra había finalizado. Alguien hace mención a la conocida postura antiperonista de Borges y, en general, de la revista Sur —fundada y dirigida por Victoria Ocampo—.  Yo permanezco a la escucha, atenta a un posible descubrimiento que me permita asir la historia.

De pronto ahí está: no será el rompecabezas completo, pero sí una pieza importante. Después del golpe de Estado de 1955 (tercer año de la segunda presidencia de Perón), la Revolución Libertadora — así dio por llamarse la dictadura militar; de cursilería y cinismo saben mucho los uniformados—  se propuso la “desperonización” del país. Entonces —cuenta el profesor— vino la radicalización: se prohíben palabras (justicialista, Evita, peronismo, etcétera), se asume el peronismo como un error a ser sepultado. Una noche gris, una borrachera; un “algo” absolutamente extraño a la Argentina. Un olvido que ha de pasar por la eliminación de las palabras, puesto que no existe aquello que no podemos nombrar.

El siguiente paso lógico era constatar que no tenía moral para censurar quien actuaba con métodos igualmente abusivos. La Revolución Libertadora persiguió, fusiló. Y de a poco, Perón surgió como una opción noble y válida ante quienes se mostraron reacios en principio.

Pídeme que no fume y fumaré. Pídeme que no beba y beberé. Pídeme que no lea y leeré. Prohíbeme las palabras y llenaré páginas enteras con ellas. Serán quizá entonces meros garabatos vacíos a fuerza de repetición, pero buscarán cómo salir y ser más fuertes. Cuando la memoria amenaza con borrar el pasado acudimos exultantes a convertirlo en otra cosa: completamos, forjamos nuevos entresijos, renovamos lo que tal vez —seguramente— fue tan distinto. Y nada pasa si es la memoria de un solo hombre, pero ¿y si son muchas?

Dice el profesor que comparar dos fenómenos distantes habla más de quien compara que de los fenómenos en sí. Me interesa, en este caso, exponerme a través de ese procedimiento comparativo entre Chávez y Perón: que el chavismo no sea la noche oscura de quien aspira volver a un país ya inexistente; que no volteemos la cara ante lo que a todas luces es real. Lo sabemos porque también una muestra de todo ello tuvimos en 2002. Pero allí, en un aula de la Universidad de Buenos Aires, me resultó imposible no estremecerme ante la posibilidad de que un nuevo intento atroz por cortar de cuajo lo que no nos gusta, derive irremediablemente en un espiral avasallador.

No sé qué es el peronismo (si no lo saben los argentinos, mucho menos yo). Sé que lo militar me repele, que los hombres son finitos y la palabra, en cambio, tiene eco e inclusive, entidad. Que todo lo que en vano afán he intentado olvidar, vuelve. Y creo —sobre todo hoy— que ya nada podemos hacer, salvo ser consecuentes con lo que exigimos como ciudadanos. En mi caso: no ser ni actuar como el contrario. 

Jebecitos constantes



Hola, sí. Llamo de Telefónica para informarle sobre nuestra última promoción.

No suelo atender el teléfono fijo, pero era quince, esperaba la llamada del dueño del departamento para acordar la entrega del alquiler correspondiente.

  La promoción incluye banda ancha por un mínimo costo durante doce meses.
Sí.  

 No corto pero tampoco escucho. Hablar por teléfono me resulta extraño; soy dada a la dispersión y la ausencia de rostro del interlocutor me pesa, me angustia. A mi natural aversión hacia la charla telefónica habría que sumar el año que trabajé como operadora de callcenter, que a todas luces, contribuyó a cimentar esta suerte de fobia. No corto por la misma razón: aprendí a escuchar con paciencia y amabilidad, a alimentar la suposición de una posible prebenda para quien llama (sí, imagino que la chica, como antes yo, redondea el sueldo con las comisiones)

 — ¿Ustedes tienen computadora de escritorio o netbook?
— Netbook — contesto, y observo la neblina: un auténtico día de mierda. El invierno a tres pasos, que no es el frío (ya para qué) sino mi determinismo climático, una agonía que se instala en el cuerpo. Ya estamos grandes para dejar que la ausencia de luz decida por nosotros, y sin embargo.     
— Bien, netbook, ningún problema.
— Depende, ahora es todos los problemas,  fíjese que por más que me siento frente a ella qué va: nada. Nada de nada. Un sentimiento lastimero me arranca una y otra vez la posibilidad de escribir algo, lo que sea. Todo esto lo pienso y no lo digo pero tampoco corto; y no corto porque es tanta el desamparo que me dejo arrastrar por cualquier nimiedad. Ya a estas alturas me parece que —sin saber qué son— yo también empiezo a ver jebecitos constantes, como Martín Romaña, y digo Martín Romaña porque tampoco me gusta molestar y entonces, como él, voy haciéndome diminuta, tan diminuta que temo abrir la boca, no sea que las tonterías que diga y escriba me superen en tamaño y ahí sí, vuelta a sentirse miserable y diminuto.   
— ¿Me escucha?
— Sí, sí. Mentira. Caminas y no escuchas, miras y no escuchas. Te ha dado por compadecerte de la angustia esa que te impide escribir algo. Bajas la cabeza y observas con estupor el proceso de empequeñecimiento que de a poco te convertirá en miniatura, como al Romaña, salvo que menos adorable, sin letras que preserven lo que te ha dado por callar.
— Bien, señora Cristina. Entonces recibirá usted otra llamada en cinco minutos a fin de concretar la entrega del paquete.
— Vale — digo —. Me despido amablemente y cuelgo.

¿Por qué carajos perdiste varios minutos del día en una llamada que no te interesaba? Porque para escribir hace falta cierto desconsuelo aunado a una dosis de desparpajo, el mismo que no tengo para cortar, ni con la llamada ni con esta voz que me disminuye.