lunes, 21 de mayo de 2012

También las historias viajan



De chica (en este caso, a los dieciocho años) visité una ciudad francesa cuyo metro era una taza de plata de tan inmaculado y de tan colmado de obras de arte. Tampoco entonces me gustó el metro aunque ya yo conociese el de Caracas, que me gustaba porque era el de Caracas y hay cosas que sólo me gustan porque me recuerdan mi breve tránsito de adolescente extasiada con Caracas. Luego ni el de Caracas, o el cliché de Londres y París, o el de Barcelona, ahora más lugar común y que jamás pisé. Tampoco el de Colonia o el de Roma. Pero ahora no puedo imaginar trenes más espléndidos que esos de la línea A de Buenos Aires, con sus lámparas colgantes y sus noventa y nueve años y sus asientos de madera y su luz de bar, de otras modas y otros tiempos a los que jamás accederemos más que por el influjo de   sí, otra vez  esas lamparitas colgantes. Pero ya no me detengo a admirarlo sino que anhelo habitarlo y cuando viajo voy pensando y pensando en todo lo que no he escrito y también, claro, lo que podría escribir. Yo que privilegiaba el viaje en camionetica o colectivo (veo, veo, no me arrastro hacia esa rara oscuridad subterránea), hoy voy a gusto aunque apretujada a hora pico, pero en el tren de madera siempre, viendo los rostros casi sin ver y oyendo lo que tal vez, por doloroso, no debería oír. Yo no sé por qué a uno le da por preguntarse si esos rostros que viajan tienen algo para contar, si todos son infelices como relata la historia del mundo o si sólo ando pensando demasiadas tonterías: las de costumbre. Creo que por eso no recuerdo cuál ciudad francesa era la del metro o cuándo pasó todo aquello que mencionas de ayer; y es que tengo la mala costumbre de no prestarle atención a nada más que a las generalidades como “era una taza de plata”, “fue un día triste”, “era un tiempo sombrío” y así. Y bien podría ser un mecanismo para después recrearlo todo a mi antojo y que los detalles, como nombres y fechas, no me pesen para deformar y ajustar un poco aquí y allá.
Descomponerse, desarmarse un tanto ahí, debajo de todo, a oscuras, con una música muy lenta.  

viernes, 11 de mayo de 2012

Ficciones



Soy experta en cuentos inconclusos: conatos de textos que abordo con una suma de engaño e ímpetu y luego abandono a su suerte en una carpeta denominada “apuntes” (por lo cual se entiende que todo el asunto era más falsedad que otra cosa). También soy experta en construir otra ficción: mi vida. Hace tiempo entendí que el problema es mío y que nada cambiará con un boleto de avión. Sumas ciudades y parajes y el malestar cede ante la sorpresa de la novedad; al poco tiempo sobreviene de nuevo la desdicha. Me he cansado de idear proyectos, metas, recorridos. En ningún punto hallé el anclaje; todo cede ante esta suerte de hastío y desconcierto. Nada resulta lo que prometía ser; no estoy en ninguna de esas ficciones. No sé qué soy, pero las mismas se acumulan a mi paso y me devuelven la imagen agotada de quien ya no espera una vuelta de tuerca.
Quién quita: acabo de tener una nueva idea. Hoy intentaré otra historia.