martes, 10 de enero de 2012

Buenos Aires no es un puerto


Cuando en la televisión anuncian cuarenta grados y las moscas se posan sobre las paredes y las cosas, yo insisto en colar café para acentuar el despertar a pleno sol mientras los perros se echan en el piso. El cielo sin nubes me arranca de la cama desprovista de resistencia y así recobro el viejo hábito antes relegado por el invierno. Aunque es temprano ya las corvas están húmedas y las cortinas bailan fatigadas como esas moscas diminutas que van de la borra del café a los techos sin reparar en el movimiento de las aspas del ventilador. Este es el tiempo codiciado a la vera de una calle en noches de pies entumecidos y mejillas heladas, cuando las manos se ocultaban de los objetos y sus contornos.
A mediodía el vapor asciende y mi perro busca clemencia debajo de la cama. Yo quiero sumarme a su juego de escondite porque ya mi cuerpo es pura masa hinchada: panza, cabeza, piernas hinchadas. Recuerdo entonces que al calor del verano la pesadez es asunto implacable y hasta el sabor del cigarrillo nos escuece en la garganta.
Del vetusto radio de la cocina emerge una música que me hace invocar lugares con charcos donde el limo verde hace vida, justo allí donde ésta se detuvo a grandes rasgos, a no ser por un hombre que levanta tierra con su andar en el horizonte u otro animal que resiste bajo la piel ulcerada; incluso, una pomalaca que cae roja y colma el aire de ese extraño olor que es también el de las rosas.
El verano es cosa de pueblos muertos siempre a la espera de viajantes, de un mero acto transfigurador que al final se estanca entre bancos de plaza. A Buenos Aires también la dejan solitaria y mustia sus pasajeros cuando llega este verano que es alerta amarilla y naranja cada tres días de tan ajeno y de tan a espaldas al río. Sin embargo, un taladro chirría, los colectivos pasan. Yo insisto en mi fe ciega hacia el café para espantar la modorra y los bichos que de nuevo se burlan de mi paciencia y revolotean, como otrora lo hicieron, para anunciarme el prodigio de este sol inclemente. Pero ahora creo que es un desperdicio el sudor que ya se empoza en sábanas y muslos, pues del verano lo primero que sé lo ignora Buenos Aires: el verano es la certeza del mar aunque se oculte detrás de los cerros. Playa para el sediento, arena para el cansado: también por eso te abandonaron los tuyos a esta fecha, Buenos Aires, aunque engreída debo afirmar que esas aguas australes no son, no pueden ser verano. Otoño, invierno y primavera te concedo, pero en el futuro sabré a qué atenerme cuando avizore el  vuelo de los insectos.