miércoles, 21 de julio de 2010

Navegada


Una senda bordea el pequeñísimo bosque que conduce de la Leyse-Hoevestraat a la Abadía de Tongerlo. El aire es frío, las bicicletas tienen prioridad y un riachuelo separa los árboles del asfalto. En el medio, la avenida, y a la derecha, se extienden largos y calmos los sembradíos de tonos marrones. Tongerlo, ese minúsculo pueblo dentro de otro minúsculo pueblo llamado Westerlo, que forma parte de la minúscula provincia de Amberes, una de las cinco que componen la minúscula región de Flandes y así, junto a Valonia, configuran un minúsculo país llamado Bélgica.

El silencio invade Tongerlo sin importar el día o la hora. Las casas son en principio, todas iguales, con sus jardines en la entrada o en la parte posterior. La gente siembra, los jóvenes se casan pronto y construyen una nueva vivienda como las anteriores. Los niños andan en bicicleta al tiempo que aprenden a caminar. Hay una iglesia, una calle principal, un par de panaderías, un mercado el día miércoles, una escuela, varios cafés. Tongerlo es gris, verde, y ocre. Carece de estación ferroviaria, pero tiene su propia cerveza de abadía y su propia réplica de la Última Cena de DaVinci.

En Tongerlo todos me miraban extraño y claro, cómo no, nadie allí tiene el cabello rizado, nadie allí es del Caribe.

Los adolescentes son siempre iguales y ni en un lugar tan remoto y provinciano como Tongerlo dejan de parecerse al estereotipo molesto y arrogante que conocemos. Hablan en código, usan el dialecto y no hay neerlandés de escuela de idiomas que valga para comprender y sentirse parte del grupo.

Mi primer y más fuerte sentimiento de extranjera vino al notar las caras serias, las expresiones de discrepancia y asombro de los demás estudiantes porque yo tarareaba canciones –en los pasillos, en el brevísimo receso-. Una vez, una chica se me acercó y me dijo que era realmente perturbador y raro el hecho de que soliera cantar en voz baja. Era una costumbre de siempre. Nunca más lo hice.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú: apartado.

II

Hay una hora durante la tarde en Caracas. Y un viejo y destartalado café donde los italianos que emigraron hace tanto aún hablan en jerigonza, juegan cartas y fuman sin parar. En ese café me besaste y pensé que el romanticismo puede hacerse a medida, sin aspavientos, sin directrices, sin moldes.

A media mañana bajaba del edificio y me sentaba en los bancos con divisores metálicos sólo a ver la Avenida, a prender un cigarro, a tomar el nescafé de vainilla.

Caracas tiene un boulevard que lleva de la Urdaneta a la Biblioteca Nacional y en sus alrededores, cualquier menudencia es factible de ser hallada. Lo completan viejos con perpetuas carpetas bajo sus brazos, con esa moda que subsiste de otras décadas, porque en el centro de Caracas aún se vive como en una de esas películas que guardamos en cintas de betamax.

En mi primer semestre en la golpeada y soberbia Universidad Central, varios compañeros se rieron porque yo no entendía qué era “el pacheco” y yo me reí porque ellos no sabían a qué se refiere un margariteño cuando dice “fulano está ñeco”. Yo llegué tarde a “burda” y mi acento siempre conservó un raro tono neutro.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.

III

El viejo muelle de Ensal es largo, tan largo que si te asomas en la punta, ya no distingues el fondo del mar y el agua es verde esmeralda profundo. Desde allí se divisa al frente, lejana, La Fortaleza de Santiago de León de Araya. De la calle hasta allá caminaba antes de las 7 de la mañana, sólo para tenderme en la arena y esperar que el sol saliera desde el barrio de Los Pitillos: cuando no quema pero vigoriza, y el agua está tranquila y fría y sólo un peñero distante levanta algunas olas.

Un niño me dijo que yo no hablaba como ellos, ni como mis primos. Y yo les entendía casi todo y lo que no, lo aprendía.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.

IV

A la bahía de Manzanillo pocas veces la visitan esos turistas venezolanos que cargan a cuestas un radio inmundo por el que se oye la música que detestas oír junto al mar. Los pelícanos revolotean y los pescadores sacan mejillones –sí, como los que se degustan en Flandes-.

Hay una puerta secreta en el armario del cuarto de mis padres. Papá me dijo una vez: “es un falso, allí se escondía la mercancía del contrabando, cuando la casa aún era de tu abuela. Está clausurado”. Y, cada tanto, yo le rogaba que la abriera para entrar y descubrir por mí misma ese largo y angosto pasillo escondido.

Lo que mi padre sí me concedía era comprarle Corocoro a la anciana sonriente que algunos días pasaba por mi casa con su cesta sobre la cabeza y gritaba: “¡Goyo, hay pescao’ fresco!”. Y si le traían langostas, yo las hervía junto a mi tía: vivitas, pasaban del negro al anaranjado, y luego les sacábamos la carne de las patas y hasta lo que no se debe comer me lo comía, y mi madre decía “esta niña va a tener que casarse con un millonario cuando sea grande”.

Mis amigas del colegio me veían raro porque yo leía mucho y siempre andaba dibujando; forraba los cuadernos con fotocopias de obras de Dalí; me iba a la biblioteca durante el recreo.

Para despedirme de la Isla por enésima vez, fui a Playa El Agua con Paola y en la noche, mientras bebíamos como la décima segunda cerveza, un navegao, negro y flaco, con ira, me dijo “tú no eres de aquí, tú no hablas como la gente de aquí, tú eres una niña burguesa”.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.

Me fui llorando. Y ya no quiero regresar. Porque en Buenos Aires también hablan en clave, como en Tongerlo, como en Caracas, como en Araya. Pero en ninguno de esos lugares viví 17 años, y ese hombre, representación de lo que subsiste en un territorio que he de llamar mi país, me recordó que en efecto, nunca seré ni fui. Y si no soy de esa Isla sólo porque así su odio lo reclama ¿qué ha de quedarme?

Y así me marché. Por eso ahora camino sola y procuro desentrañar un nuevo espacio.

jueves, 15 de julio de 2010

De Boda con El Chupacabras


Hace días encontré esto en Facebook. Sigo digiriéndolo. Al final me parece que sobra cualquier reflexión. Esto es lo que somos: pura pantalla. Rancia, barroca y cursi.
Sobredosis de Todo en Domingo, Miss Venezuela y Sábado en la Noche. Lo cutre nos corroe sin distingo de clases. ¡Marica, ganaste! ¡El día más importante en la vida de una mujer es tan intenso como una imitación barata de Elena Kalis!

De Oro Puro

¿Y el chupacabras?

“El Apocalipsis ya llegó y estamos en el purgatorio”.
Mariana.





sábado, 10 de julio de 2010

La dama de Chacao


La vi en aquella pequeña plaza de Chacao. No recuerdo de dónde venía, pero sé que sucedió durante “la gran depresión”: muchas, demasiadas madrugadas extendidas hasta el atardecer; una continua fosa que urdí con ahínco.

Ella sola. La enigmática dama de Chacao. De negro riguroso. Hermosa y siniestra. Delgada, de piel blanquísima, minifalda, chignon, labios rojos. Y un perro pequeño, también blanco. Así que no estaba sola. Pero había soledad en torno a ella. O eso quise ver.

La perfecta estampa de mujer regia. Rondaba los 70 años.

Y siguieron las noches, los amaneceres, el desvarío.

Esperaba verla de nuevo y así sucedió: siempre por los predios de Chacao. Invariablemente engalanada ella: de tacones, cabellera con un tono impreciso entre el rubio pálido y el gris, y ese maquillaje que destaca los años. Con paso altivo. Tan rara, tan ajena a esa ciudad mugrienta.

Maja. Indiferente a sus años, a una edad no correspondida con las largas piernas torneadas. Ella estaba al tanto, por eso la falda llegaba a mitad del muslo. Y a nadie miraba la dama misteriosa, pero quizás sólo yo la percibía en mi transitar cabizbajo.

Hay cosas que son bellas pero al mismo tiempo espantan. Un aire lóbrego: el panqué aterronado entre los surcos de las arrugas. Panqué, no base. Teatro, farsa, camerino, viejas glorias. Norma Desmond y Señorita Havisham. Y sin embargo, sería injusto porque aun así, nada de eso eras. O sólo en parte, porque tu mirada que no me veía era odiosa y pensé que eras amargada. Bella aún, pero intratable.

Es posible que pensaras que tu presencia alcanzaba. ¿Hace falta algo más cuando con creces se ha superado el límite de lo que llamamos mocedad y, no obstante, todo lo que queda puede exhibirse entre minifalda y stilettos?

Mujer presuntuosa y triste, no eras Havisham, porque salías airosa a caminar por la Francisco de Miranda y te sentabas a exhibir esas piernas magras y pálidas en la placita. Caracas no es una ciudad para sentarse en un banco a contemplar la vida: tan pocos espacios, tan pocas pausas, tan poca benevolencia. Pero tú, al igual que yo, hallaste refugio en una de esas escasas banquetas de cemento. Ciudad-cemento. Ciudad-perrero. Ciudad-bullicio. Ciudad-barroca. Ciudad-espanto. Ciudad-adolescente. Ciudad-roja. Ciudad-esperpento. Ciudad-roñosa.

Yo no sé si eras Norma Desmond. Pero de nuevo, no conquistaste un palacio decadente para ocultar tu derrota de miradas curiosas. No, tú te adornabas y exponías toda. Aislada, ¿abandonada?.

Qué inusual mujer y qué inusual capital, como inusuales esos días cuyas particularidades ya no distingo; un amasijo de luz artificial, ojeras, cenizas, boca pastosa. Y en la camioneta destartalada supe que quería ser como tú y mirar al tiempo vanidosa, con frente altisonante, mas temí tu aura de desamparo, porque a eso, hasta entonces, se resumían mis días.

viernes, 9 de julio de 2010

#TodosDicen




Todos dicen que los alemanes no lloran
Todos dicen que la coca es mala y la marihuana buena
Todos dicen que tu país es bello y merece amor
Todos dicen que el Caribe es cordial
Todos dicen que los europeos son fríos
Todos dicen que los argentinos son impertinentes
Todos dicen que el margariteño es siempre devoto de la Virgen del Valle
Todos dicen que las mujeres no deben pronunciar groserías
Todos dicen que hay que lavarse las manos después de orinar y masturbarse
Todos dicen que el amor dura dos años o a lo sumo, cinco
Todos dicen que los gatos son adorables
Todos dicen que los gays son promiscuos
Todos dicen que está mal beber alcohol cada día de la semana
Todos dicen que Kusturica es genial
Todos dicen que Woody Allen se repite
Todos dicen que les encanta Godard
Todos dicen que es horrible irse del país por lo mucho que se extraña a la familia
Todos dicen que es de cínicos no celebrar día del padre, de la madre, del amor y del árbol
Todos dicen que la moda es banal
Todos dicen que la moda es trascendental
Todos dicen que Sex and the City es frívola y pervierte a las mujeres
Todos dicen que Sex and the City es fantástica
Todos dicen que no llegas a ninguna parte si no sabes a qué lugar quieres llegar
Todos dicen que hay que apostar siempre a la razón
Todos dicen que los hombres son básicos
Todos dicen que las mujeres somos arpías
Todos dicen que hay que irradiar buen humor siempre
Todos dicen que hay que llevar la vida con moderación
Todos dicen que hay que apoyar el cine nacional
Todos dicen que hay que ser sarcástico y ocurrente
Todos dicen que el tamaño no importa
Todos dicen que hay que ver los clásicos, leer los clásicos, oír los clásicos
Todos dicen que hay que ser comedido
Todos dicen que no se debe gritar
Kelly me cuenta que todos dicen que lo único que sirve en artes visuales son las últimas tendencias. Que el resto ya pasó de moda.
Mariana agrega que todos dicen que el desorden y la improvisación son un planteamiento estético.
Todos dicen y dicen y dicen. Yo digo y digo. Todos. Siempre. El mundo no se cansa de decir.

viernes, 2 de julio de 2010

¿Perspectiva?

Antes de irse para siempre del país becada por Fundayacucho, mi hermana me llevó al Teatro Macanao a ver “Indiana Jones y la Última Cruzada” –yo tendría 8 años e ignoraba cualquier dato sobre la saga o el personaje-. Hicimos la larga cola en la acera, frente a la marquesina y junto a la heladería que estaba en la planta baja.

El teatro Macanao quedaba a escasas tres cuadras de mi casa, en un segundo piso de un edifico que daba a la calle que termina frente a la plaza Bolívar, en pleno centro de Porlamar. Sus escaleras siempre se me hacían largas y empinadas pero al final estaba la máxima dicha: llegar al pasillo pequeño con su vieja máquina de cotufas y el mostrador de la caramelería cuya oferta se reducía a Bolero, gomitas, Cheese tris y chocolate Savoy, para luego, traspasar las cortinas de tiras grises y entonces sí: la sala sin pendiente y la certeza de ser feliz en la última fila –mi tía Arcelia decía que eran los mejores asientos-.

Por años he recordado mi infantil expresión de asombro ante la experiencia Indiana Jones. Me figuro que los ojos querían salirse de sus órbitas y así marché de vuelta por el corto camino a casa con aquella sensación de no saber qué había pasado. Por lo demás, guardo escasísimas memorias de mi niñez junto a esa mujer que, más que hermana mayor, luego fungió de hada madrina.

El teatro Macanao duró unos cuantos años más. En plena adolescencia fuimos Daniela, Paola y yo a ver “Seven”. Por estar en la época de la risita estúpida en los momentos menos adecuados, le arruinamos la fiesta a los otros espectadores.

Con El Uno y Medio se completaba la oferta de exhibición cinematográfica en Margarita –al menos, durante mi niñez y juventud-. Éste tenía una ubicación rara: en medio de un centro comercial abandonado, con la sede de la PTJ y una fonda española como únicos sobrevivientes. Con estupefacción observé durante muchas semanas las largas filas que se formaban a propósito de Los Power Rangers en aquella mole, especie de súper bloque que en la actualidad exhibe gigantografías del Seniat.

Fue en el Uno y Medio donde logré mi vergonzosísimo récord con Titanic: 3 visionados. Tenía 15 años. Hoy me parece una comedia involuntaria…

Y es que ciertamente, el Teatro Macanao y el Uno y Medio vieron parte de lo mejor de una era: inocencia y fascinación. Pero fue sobre todo en el primero donde nació mi interés por el cine. O quizás exagero y sería mejor decir que el Teatro Macanao me brindó la alegría del entretenimiento simple, sin poses, sin aspavientos, sin crítica antes de seleccionar el filme o discusión pretendidamente erudita al finalizar la función.

La impresión de Indiana Jones cruzando un puente perceptible o no según el ángulo de cámara, estuvo conmigo cuando decidí estudiar Cine. Fue la primera, genuina ensoñación ante la pantalla.

¿Cuántos detalles guardamos del pasado remoto? Sensaciones, imágenes, fragmentos vívidos que, lamentablemente, no podemos asir por la actual inexistencia de los espacios que les dieron cabida. Como cientos de otras salas, el Macanao luce hoy enormes letras rojas que atraen a fanáticos no ya de cine, sino de la promesa de una vida sin sufrimientos.

Supongo que la lejanía es la culpable de tantas memorias. Después de marcharme de Margarita, cada nueva visita empezaba y terminaba con la infinita tristeza de su nueva cara, más y más precaria según el paso del tiempo. ¿O acaso era sólo mi mirada de nativa devenida en navegada y la Isla siempre fue así, tal como la Última Cruzada: un parapeto con fecha de caducidad que soporta mal la perspectiva que conceden los años?