Una senda bordea el pequeñísimo bosque que conduce de la Leyse-Hoevestraat a la Abadía de Tongerlo. El aire es frío, las bicicletas tienen prioridad y un riachuelo separa los árboles del asfalto. En el medio, la avenida, y a la derecha, se extienden largos y calmos los sembradíos de tonos marrones. Tongerlo, ese minúsculo pueblo dentro de otro minúsculo pueblo llamado Westerlo, que forma parte de la minúscula provincia de Amberes, una de las cinco que componen la minúscula región de Flandes y así, junto a Valonia, configuran un minúsculo país llamado Bélgica.
El silencio invade Tongerlo sin importar el día o la hora. Las casas son en principio, todas iguales, con sus jardines en la entrada o en la parte posterior. La gente siembra, los jóvenes se casan pronto y construyen una nueva vivienda como las anteriores. Los niños andan en bicicleta al tiempo que aprenden a caminar. Hay una iglesia, una calle principal, un par de panaderías, un mercado el día miércoles, una escuela, varios cafés. Tongerlo es gris, verde, y ocre. Carece de estación ferroviaria, pero tiene su propia cerveza de abadía y su propia réplica de la Última Cena de DaVinci.
En Tongerlo todos me miraban extraño y claro, cómo no, nadie allí tiene el cabello rizado, nadie allí es del Caribe.
Los adolescentes son siempre iguales y ni en un lugar tan remoto y provinciano como Tongerlo dejan de parecerse al estereotipo molesto y arrogante que conocemos. Hablan en código, usan el dialecto y no hay neerlandés de escuela de idiomas que valga para comprender y sentirse parte del grupo.
Mi primer y más fuerte sentimiento de extranjera vino al notar las caras serias, las expresiones de discrepancia y asombro de los demás estudiantes porque yo tarareaba canciones –en los pasillos, en el brevísimo receso-. Una vez, una chica se me acercó y me dijo que era realmente perturbador y raro el hecho de que soliera cantar en voz baja. Era una costumbre de siempre. Nunca más lo hice.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú: apartado.
II
Hay una hora durante la tarde en Caracas. Y un viejo y destartalado café donde los italianos que emigraron hace tanto aún hablan en jerigonza, juegan cartas y fuman sin parar. En ese café me besaste y pensé que el romanticismo puede hacerse a medida, sin aspavientos, sin directrices, sin moldes.
A media mañana bajaba del edificio y me sentaba en los bancos con divisores metálicos sólo a ver la Avenida, a prender un cigarro, a tomar el nescafé de vainilla.
A media mañana bajaba del edificio y me sentaba en los bancos con divisores metálicos sólo a ver la Avenida, a prender un cigarro, a tomar el nescafé de vainilla.
Caracas tiene un boulevard que lleva de la Urdaneta a la Biblioteca Nacional y en sus alrededores, cualquier menudencia es factible de ser hallada. Lo completan viejos con perpetuas carpetas bajo sus brazos, con esa moda que subsiste de otras décadas, porque en el centro de Caracas aún se vive como en una de esas películas que guardamos en cintas de betamax.
En mi primer semestre en la golpeada y soberbia Universidad Central, varios compañeros se rieron porque yo no entendía qué era “el pacheco” y yo me reí porque ellos no sabían a qué se refiere un margariteño cuando dice “fulano está ñeco”. Yo llegué tarde a “burda” y mi acento siempre conservó un raro tono neutro.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.
En mi primer semestre en la golpeada y soberbia Universidad Central, varios compañeros se rieron porque yo no entendía qué era “el pacheco” y yo me reí porque ellos no sabían a qué se refiere un margariteño cuando dice “fulano está ñeco”. Yo llegué tarde a “burda” y mi acento siempre conservó un raro tono neutro.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.
III
El viejo muelle de Ensal es largo, tan largo que si te asomas en la punta, ya no distingues el fondo del mar y el agua es verde esmeralda profundo. Desde allí se divisa al frente, lejana, La Fortaleza de Santiago de León de Araya. De la calle hasta allá caminaba antes de las 7 de la mañana, sólo para tenderme en la arena y esperar que el sol saliera desde el barrio de Los Pitillos: cuando no quema pero vigoriza, y el agua está tranquila y fría y sólo un peñero distante levanta algunas olas.
Un niño me dijo que yo no hablaba como ellos, ni como mis primos. Y yo les entendía casi todo y lo que no, lo aprendía.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.
IV
A la bahía de Manzanillo pocas veces la visitan esos turistas venezolanos que cargan a cuestas un radio inmundo por el que se oye la música que detestas oír junto al mar. Los pelícanos revolotean y los pescadores sacan mejillones –sí, como los que se degustan en Flandes-.
Hay una puerta secreta en el armario del cuarto de mis padres. Papá me dijo una vez: “es un falso, allí se escondía la mercancía del contrabando, cuando la casa aún era de tu abuela. Está clausurado”. Y, cada tanto, yo le rogaba que la abriera para entrar y descubrir por mí misma ese largo y angosto pasillo escondido.
Lo que mi padre sí me concedía era comprarle Corocoro a la anciana sonriente que algunos días pasaba por mi casa con su cesta sobre la cabeza y gritaba: “¡Goyo, hay pescao’ fresco!”. Y si le traían langostas, yo las hervía junto a mi tía: vivitas, pasaban del negro al anaranjado, y luego les sacábamos la carne de las patas y hasta lo que no se debe comer me lo comía, y mi madre decía “esta niña va a tener que casarse con un millonario cuando sea grande”.
Mis amigas del colegio me veían raro porque yo leía mucho y siempre andaba dibujando; forraba los cuadernos con fotocopias de obras de Dalí; me iba a la biblioteca durante el recreo.
Para despedirme de la Isla por enésima vez, fui a Playa El Agua con Paola y en la noche, mientras bebíamos como la décima segunda cerveza, un navegao, negro y flaco, con ira, me dijo “tú no eres de aquí, tú no hablas como la gente de aquí, tú eres una niña burguesa”.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.
Lo que mi padre sí me concedía era comprarle Corocoro a la anciana sonriente que algunos días pasaba por mi casa con su cesta sobre la cabeza y gritaba: “¡Goyo, hay pescao’ fresco!”. Y si le traían langostas, yo las hervía junto a mi tía: vivitas, pasaban del negro al anaranjado, y luego les sacábamos la carne de las patas y hasta lo que no se debe comer me lo comía, y mi madre decía “esta niña va a tener que casarse con un millonario cuando sea grande”.
Mis amigas del colegio me veían raro porque yo leía mucho y siempre andaba dibujando; forraba los cuadernos con fotocopias de obras de Dalí; me iba a la biblioteca durante el recreo.
Para despedirme de la Isla por enésima vez, fui a Playa El Agua con Paola y en la noche, mientras bebíamos como la décima segunda cerveza, un navegao, negro y flaco, con ira, me dijo “tú no eres de aquí, tú no hablas como la gente de aquí, tú eres una niña burguesa”.
Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.
Me fui llorando. Y ya no quiero regresar. Porque en Buenos Aires también hablan en clave, como en Tongerlo, como en Caracas, como en Araya. Pero en ninguno de esos lugares viví 17 años, y ese hombre, representación de lo que subsiste en un territorio que he de llamar mi país, me recordó que en efecto, nunca seré ni fui. Y si no soy de esa Isla sólo porque así su odio lo reclama ¿qué ha de quedarme?
Y así me marché. Por eso ahora camino sola y procuro desentrañar un nuevo espacio.
Y así me marché. Por eso ahora camino sola y procuro desentrañar un nuevo espacio.