No hay literatura inocente y el acto de abrir un libro puede transmutar muchas veces en condena. Algo similar fue lo que pensé al leer las siguientes líneas de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez:
"El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación, me decía. Mi situación, me decía, no tenía nada de particular: pasaría eventualmente, como había pasado para todos los que habían visitado su consultorio. Todo eso me decía. Nunca logró entender que a mí no me interesaba la explicación racional ni mucho menos el aspecto estadístico de esas palpitaciones violentas, de la sudoración instantánea que en otro contexto hubiera sido cómica, sino las palabras mágicas para que la sudoración y las palpitaciones desaparecieran, el mantra que me permitiera volver a dormir de corrido."
En realidad no fue eso lo que pensé. Lo hago ahora a la luz de lo inevitable: escribiré sobre aquello que evité mencionar y será sólo porque un libro me ha obligado a hacerlo. Entonces mis pensamientos no fueron tan solemnes: Carajo, estoy siendo interpelada. Asimismo: Mi miedo es normal, perfectamente normal. Alguien más (muchos más) han pasado por esto. Y: Si el libro escogido fuese de autoayuda encontraríamos al final (el personaje protagonista y yo) una solución —o una estafa—. Con el correr de las páginas y los días llegaría la sentencia: hurgarás, recordarás y darás forma a los contornos del miedo.
No hay literatura inocente, pero sí hay inocencia cuando ignoras algo tan definitivo como la sensación de un arma de fuego apuntándote. El ojo del arma que apunta y el ojo propio que mira al amado también ser apuntado. Todo eso (porque es un mundo el que corre y se escurre en cuestión de segundos) lo desconocí durante siete años viviendo en Caracas. Siete años de entrega sin restricciones: la Caracas que habité carecía de cinta amarilla de precaución para pobladores que no traspasan la frontera de Chacaíto. Después del primer incidente solía repasar mentalmente todos esos vaivenes por la capital, por lugares que ya no pisaría porque el frío del arma en el cuerpo los había transformado de potencialmente riesgosos a pasajes definitivamente infernales. Claramente, era un juego morboso para culparme por mi audacia e ingenuidad de provinciana antes de todo aquello.
Nunca imaginé que pudiese llegar a vivir en Los Palos Grandes. No hace falta ser muy avezado en materia de alquileres para entender que por esas calles tan calmas y donde el esnobismo es ley, las ofertas de inmuebles son más que prohibitivas. Lo eran —y bastante— también para mí, tesista de la Facultad de Humanidades de la UCV. Pero ahí encontré a buen precio (es un decir si usted se ha visto en la avasallante y depresiva labor de buscar donde vivir en Caracas) una habitación en una casa de familia. Bastante grande, el apartamento parecía el decorado de una película venezolana que tratase sobre el fenómeno de los nuevos ricos antes del viernes negro: un puma de cerámica, gigante, negro, daba la bienvenida. Mi habitación era la de servicio: imposible estar en pie, un brinco de la puerta a la cama individual. Cada mañana muy temprano me despertaba la música llanera que emanaba desde la cocina a un volumen demoníaco. Los Palos Grandes, el Soho caraqueño; el éxtasis de la revista Todo en Domingo; nuestro reducto de feria de diseño calcada con total desparpajo de otras latitudes, marico qué cool, webón.
Había decidido hacer mi tesis en video y no escrita, un trabajo historiográfico sobre una extinta sala de cine del casco histórico de Petare. Con el material ya grabado, acudí a los favores de un primo, editor profesional. Podía usar la máquina a partir de cierta hora de la tarde, cuando él había terminado con lo suyo. Editar exige muchas horas, mucha atención al detalle: digitalizar imágenes, seleccionarlas, ordenarlas… Mi fecha límite para la entrega se avecinaba y debía adelantar todo el trabajo posible. Mientras yo armaba la estructura del relato, mi primo y mi novio —amigos desde mucho antes de conocernos y enamorarnos— fumaban y oían música.
Eran casi las 3 de la madrugada cuando terminé aquella jornada. Mi primo sugirió acercarnos en el carro de los tíos hasta mi residencia en Los Palos Grandes y de ahí mi novio se iría a su casa, en el centro de la ciudad. Es corta la distancia de Los Chorros al Municipio Chacao, y más a esa hora de la noche. Caracas produce más desconfianza cuando está tranquila, porque nunca lo está, porque la tragedia aguarda agazapada y tú te confías: Es bonito este caos de cemento, de cristales, de cartón, de ausencia de historia, de olvidos; es bonita esta ciudad, repites para convencerte (esta vez más fuerte); qué amable, aunque a veces de un empujón te lance al despeñadero; qué calidez, qué flaco favor le hacen despotricando de ella, destacando sólo sus vicios; maldad e inseguridad hay en cualquier parte, Caracas no es la excepción y tampoco la cumbre; qué bonita es Caracas, coño, no hay que exagerar. Dilo tres veces y la hija de puta te traiciona.
No puedo evocar nuestra conversación durante el trayecto y extrañamente, sí recuerdo haber contemplado desde mi lugar de copiloto la fachada del Lai King, el restaurante chino de la tercera avenida con tercera transversal. Pero tiene sentido si lo pienso mejor: me gusta la comida de ese lugar, y si algo le concedería a Caracas es su fabulosa gastronomía china. A veces me imagino de vuelta, sentada en uno de esos restaurantes de baldosas blancas: el olor a jazmín en el aire mientras bebo una cerveza Solera y doblo hasta convertir en miniatura la etiqueta de papel que he arrancado de la botella, porque la conversación es buena, porque se aguarda un mero con jengibre y cebollín, porque cuando no nos queda ningún recuerdo afable, la comida salva.
Estaba dándole el beso en la mejilla de despedida a mi primo y a partir de allí todos son fragmentos. La memoria es fragmentaria especialmente cuando de situaciones traumáticas se trata. Eran cuatro hombres, cuatro culatas de no sé qué tipo de armas golpeando los vidrios, cuatro tipos vociferando, amenazando. No sé si volteé hacia atrás tratando de conseguir auxilio en la mirada de mi novio. No sé si alguno de los tres exclamó algo. Sé y me pesa —porque lo sé, y saber es haber vivido y experimentado, no haber escuchado de alguien, no haber leído, ni visto en la televisión o en el cine— que nuestras reacciones en situaciones límites pueden sorprendernos. Ya fuera del auto los tres, cada uno con su respectivo verdugo apuntándole al cráneo, sé que mi reacción normal fue (y es, me lo dice este miedo que años después se empecina en no abandonarme) dejarme estar, paralizarme, borrarme, como si así pudiese desaparecer de la vista de todos, del radar de esa boca de fuego que sé, lo sé —no lo vi y lo sé—, estaba cargada. Las armas están cargadas, no me hace falta prueba alguna, eso sí no lo quiero saber. Pero mientras el hombre me tanteaba, una mano con el arma en la cabeza, otra mano bajando entre mis muslos hasta llegar a mi pelvis (no, panita, esta noche me porté bien, esta noche no tengo merca, esta noche y todas las anteriores me dediqué a la puta tesis, bien dicen siempre que toda mierda le pasa a uno cuando anda en este peo de la tesis) mientras hurgaba allí, con descuido, con paranoia, más allá de la línea que de acá (verga, están hasta atrás) vi con terror cómo, en igual circunstancia que yo, mi novio se mostraba rebelde. Y entonces sí, —esto lo recuerdo bien— rogué. Le rogué a él, quiero decir, le hice señas con la mirada (¿Qué coño haces? Quédate quieto. Quédate como Renny —me decía mi mamá—, quédate como muerta.) No rogué a nadie más: a los ateos se nos reconoce en estos instantes.
Hay una laguna: en algún punto me empeñé en mirar al suelo y me perdí parte de la representación (porque eso había sido: una de las tantas funciones por el estilo que tienen lugar en Caracas cada día y cada noche. Ya ni las reseñas quedan ¿para qué? Sin cadáveres todo resulta un pobre espectáculo) ¿Fueron minutos o simplemente segundos? Cuán breve es la pesadilla una vez que emergemos del sueño. Nada más quedábamos mi novio y yo en la acera, junto a la entrada del edificio, y en mis manos sólo las llaves del odioso domicilio nuevo. Debió explicarme que se habían llevado a mi primo en el carro. El resto fue subir y pedir ayuda a los desconocidos que me habían alquilado el cuarto. El padre de la casa, un tipo grande y gordo que siempre vestía chaquetas de alguna escuela militar, nos llevó en su camioneta a buscar a mi primo.
—A Parque Caiza, a Guarenas, por ahí siempre los dejan.
Mierda, qué sutileza. ¿Siempre dejan qué? ¿Qué se supone que debo buscar desde la ventana? ¿Unas bolsas negras con el cadáver de mi primo adentro, ya hinchado, ya transformado en estadísticas?
En parte fue así: se llevaron el auto y lo abandonaron en algún lugar remoto, y cuando lo vimos de nuevo apenas tenía un golpe en el rostro. Apenas, digo y, según supe luego, ésta era la segunda vez en dos años que le tocaba ser víctima de semejante maniobra tortuosa.
Cuando a la mañana siguiente volví al departamento de Los Palos Grandes, la mujer del militar me esperaba para reprocharme en tono discreto, pero no por ello menos acusador, haberlos colocado en tan peligroso escenario:
—Pero volver a esas horas, ¿dónde estaban? ¿Tú no andabas haciendo tu tesis? Mira si esos tipos te quitaban las llaves y entraban al apartamento…
Todo vestigio de antigua población solidaria se desdibuja ante la avanzada de la violencia. Dar la espalda, no responder por nadie, porque el miedo es de todos: no sé quién eres, no te conozco, no oigo tus gritos de auxilio; quiero estar a salvo.
Mi novio y yo huimos. No literalmente, quiero decir que buscamos y buscamos como locos hasta dar con un apartamento para los dos: quedaba en plena Av. Francisco de Miranda a la altura de Los dos caminos. De a poco me rendí al amparo de esas cuatro paredes. Mi creciente encierro era reflejo de mi vertiginoso desplome: primero dejé de frecuentar bares y sitios nocturnos porque las pocas veces que lo hicimos me encargaba —obviamente sin intención— de convertir la salida en infierno. Cada paso dado en las calles durante la noche era una constante palpitación, temía a todos y a todo. Luego fueron haciéndose cada vez más escasas las idas al cine. Posteriormente quedó al descubierto que tampoco de día podía andar tranquila. Casa por cárcel para el culpable: drogarse, beber y en medio de la madrugada, contemplar por el ventanal el Ávila y esas calles donde todos son sospechosos, todos están al borde (de los nervios, del abismo). Repetía que la ciudad estaba enferma porque yo lo estaba. Acumulé y aireé todo el odio posible hacia Caracas, la muy hijueputa, sobre todo durante una mañana de domingo en la que de camino a la panadería topé con un cadáver en la acera. Debieron pasar muchas horas para que lo levantaran.
De manera proporcional aumentaban las sutiles muecas de burla e incomprensión en los rostros conocidos ante algún comentario que hiciese sobre mi miedo. Caracas no acepta débiles, me río de tus exageraciones. No te conozco, no oigo tus gritos de auxilio; quiero estar a salvo.
Y entonces en algún punto tramamos el escape definitivo de la ciudad y el país, que debía llevarse a cabo en tiempo récord. Comencé a trabajar desde mi búnker y una tarde recibí una llamada de mi novio:
—Puta, Jonathan te está montando cachos con otra dragona.
Corté. Lo habían atracado en la Av.Urdaneta , de regreso de visitar a su madre.
¿Cuántas veces caminaste sola de noche por el Boulevard Panteón, la Avenida Urdaneta y la Avenida Fuerzas Armadas? ¿Cuántas anduviste por la Avenida Solano y te metiste en los after hours de la Casanova ? Viste tanto e hiciste tanto y siempre pensaste que las consecuencias eran para otros porque después de todo, Caracas no es tan mala.
Quince días antes de volar a Buenos Aires, mientras abría la puerta del edificio de Los dos caminos, me apuntaron desde atrás. Eran dos y calculé que no tenían más de dieciocho años:
—El celular —dijo el primero.
—Las llaves —dijo el segundo.
—Las llaves no, por favor —respondí.
Estaban nerviosos y yo también y me dejé estar, me paralicé —de nuevo—. Les dí el celular, que guardaron en el bolso junto al arma, y sin prisa se fueron, rumbo al puente de Los Ruices. Eran pasadas las doce del mediodía y me habían seguido desde el centro comercial cercano. El vigilante no hizo nada, nadie en la calle hizo nada.
Paralizarse es ser cobarde, es dejarse subyugar, por eso al final el miedo nos deja la vergonzosa sensación de haber sido humillados. Ahora que el miedo es asunto corriente, se diluye y, paradójicamente, nadie lo siente. Y si sólo tú sientes miedo, estás solo. Y enfermo.
No podría describir el alivio que sentí al abordar el avión que nos trajo a Buenos Aires. Hizo falta poner pie en tierra para comprender que en gran medida, no he franqueado la distancia que me separa de Caracas. Lo sé en las noches cuando vuelvo del trabajo y con rabia, noto mi paso acelerado, el corazón detenido. He llorado muchas veces. Repito: Quiero caminar distendida, quiero ser normal. Cuando escucho el sonido de una moto acercarse (no sé por qué, no hay motos en esta historia), estoy allá de nuevo. Quiero arrancarle el significado, el contenido a esos ruidos que prefiero pensar, pertenecen al lugar que dejé.
No necesito que me señalen que Caracas no es Bogotá y que nunca viví el estallido de una bomba, o que nunca sentí la bala entrar y alojarse en los nervios: Basta el eco del estrépito y el silencio de muerte resonando a cada paso; basta saber que algunas pesadillas regresan apenas abandonamos la vigilia
A mi favor debo agregar que hace mucho dejé de imaginarlos tirados en alguna cuneta, con la herida de muerte en la frente y cientos de moscas zumbando sobre sus carnes podridas.