A Pipico
Eran ya pasadas las ocho de la noche del sábado 16 de julio de 2011. La hora de descanso en la oficina había culminado y todos aguardaban desde sus puestos, nerviosos, el resultado de un partido cuyo desarrollo ya no podían seguir. Todos menos yo. Qué sucediese entre Uruguay y Argentina me tenía sin cuidado. Mi selección jugaba al día siguiente y nada me privaría de verla, afortunadamente.
Sí, eran casi las nueve cuando en busca de agua, pasé por la sala de descanso. Y ahí, solo, entre sillas plásticas vacías, desafiando normas corporativas, me topé a Claudio: la bandera albiceleste rodeándole los hombros, las manos apoyadas en las mejillas, la luz blanquecina y artificial de oficina bañándole el rostro mohíno. Uno a uno, vi en la transmisión televisiva. No le hablé, intuí que quería seguir solo. Uno a uno y me fui. Aún quedaba partido y yo sólo podía rogar que una suerte opuesta me acompañase en la próxima jornada, porque yo también estaría sola ante la televisión. Sola en casa una noche de domingo en la que La Vinotinto podía darnos la infinita alegría ante Chile.
Nadie gritará gol por nosotros como nadie vivirá o morirá por nosotros. Gritar gol sólo sucede una única vez porque todas las anteriores se borran en ese instante (de absoluta euforia) en el que, como flashes, vemos pasar la vida. Y la vida la definen los extremos: ganar y perder. De ambos sabe muy bien mi primo Pablo Rosas, quien impulsado por los sueños incumplidos de mi tío, El Pulpo Rosas, dejó Araya con la idea fija de vestir la camiseta vinotinto.
Tres goles anotó Pablo para Venezuela en los Juegos Bolivarianos de 1993. Tres goles que lo hicieron merecedor del título Jugador Juvenil del Año por parte de la Federación Venezolana de Fútbol. Pero a la estrella sub 17 de mi familia, a ése, el Pablito de Trujillanos, el Zulia y no sé qué otro club del fútbol profesional venezolano, lo veo claramente el día que salió de un quirófano:
Pablo el de Araya, el de las piernas rápidas; Pablo, el que trotaba al amanecer por la playa; Pablo, el del balón perenne; Pablo, el orgullo de los primos. Pablo, el que nunca más pisaría la cancha para hacernos soñar con goles que se habían gestado en la modesta casa de la abuela. Pablo, severa y definitivamente lesionado, repitiendo en las entrevistas: “Mi sueño es ir a un Mundial con la selección”.
Arriba, quinto de izquierda a derecha: Pablo Rosas. |
Balvanera, Buenos Aires, 7 pm del domingo 17 de julio de 2011. Absoluto silencio, como cualquier domingo en esta ciudad. Los cigarros que van de la mano a la boca y de la boca al cenicero, en un movimiento mecánico para no desviar la mirada, fija en la pantalla, como si el deseo pudiese concretar el pase y de ahí, la gloria. Por eso, cuando en el minuto 34 del primer tiempo, Arango envía el centro que Vizcarrondo cabecea certeramente, sigo ensimismada. Todo se ha detenido. El gol, cuando es favorable, siempre viaja en cámara lenta, pero esta vez intuyo que la concentración me ha fallado. Y espero los gritos, la conmoción a mi alrededor. En busca de apoyo dirijo la mirada hacia la ventana: silencio de Buenos Aires un domingo cualquiera. Recuerdo a Claudio en la sala desierta. Y grito gol, porque entiendo que nadie gritará por mí: no en ese estadio repleto de banderas chilenas, no en esta ciudad extraña. Tampoco lo harán a tiempo y con fervor los comentaristas argentinos. Gol, carajo. Gol.
El estupor es aún mayor ante la llegada de Cichero. Grito de nuevo, incrédula. Apoyo los codos en las piernas y me cubro el rostro con estas manos rojas de tanto aplaudir e hinchar. Y ahí veo a Pablo, feliz, celebrando en Araya. Nadie gritará gol por nosotros, Pipico, por eso hay que mirar fijo y no dejar que se nos escurra la historia.