Hace unos años se me ocurrió que, después de todo, necesitaba regresar a la academia para no quedarme solo con la licenciatura. Eso y que ya era hora de darle a mi interés por la literatura algo de seriedad. Escogí la Maestría de Literaturas Española y Latinoamericana de la UBA y por fortuna quedé seleccionada.
La Maestría en cuestión tenía —tiene— un área de historia cuya materia obligatoria hace un recorrido por procesos histórico-culturales de ambas regiones. Puede parecer raro, dado que lo que me movía eran las letras, pero lo cierto es que me fascinó la idea de cursarla.
Siempre fui buena estudiante: puntual, metódica, de apuntes prolijos que rayan en la demencia. Durante mi paso por la UCV aprendí a absorber todo lo que me fuese de interés y a cuestionar en el momento necesario: al profesor, al texto, a mí misma. En la asignatura de historia de la UBA me hallaba de vuelta en mi elemento. Ahí estaba yo: otra vez en el pupitre maltrecho de universidad pública latinoamericana, feliz con mi cuaderno y mi birome.
Pero ya todos sabemos cuál es el Señor y Guía Espiritual de la Academia Latinoamericana. Clase que pasaba, era clase donde solo resonaba la voz de los intelectuales de izquierda. Y aprendí mucho, pero también llegué a enfurecerme al ver que se insistía sin descanso en el marxismo; ya saben, el Señor del que venía hablando.
No emití opiniones que pudieran provocar alharidos dentro de un salón lleno de bolsostejidos, miinvestigaciónessobrelosafrodescendientesenlacostacolombiana, amantes del pan relleno y otras yerbas tan conocidas. Ustedes imaginen la tribu. Me dediqué a aprender y a escuchar, porque es necesario decirlo: el profesor era fantástico.
Tan fantástico que en la última clase me dio, sin querer, la oportunidad de oro. Mi momento oportuno llegó cuando nos dijo que ese día se dedicaría a oír nuestras opiniones sobre el curso que había dictado, pues era su primera vez en la Maestría. Se dijo lo usual de una buena clase: que había sido de gran interés, que el profesor era muy atinado y otras cosas vacías.
Al llegar mi turno, me sumé al agradecimiento por el conocimiento tan bien compartido, pero señalé que me parecía de una falta de rigor lamentable que todo el curso se apoyase sobre bibliografía marxista. Una pareja de argentinos rió entonces en voz baja y la chica casi susurró: «Como si la derecha hubiese alguna vez aportado algo a nivel intelectual». Quise decir más y un chileno me gritó que era una facha. El profesor calmó las aguas y los que faltaban emitieron sus juicios.
Cuando la ronda hubo terminado, el profesor tuvo el gesto noble y valiente de confesar que el aporte que esperaba había venido de mí y que agradecía que le hiciese ver mi disconformidad. La clase se dispersó, los grupos se fueron despidiendo; después de todo era fin de curso. Antes de irme el profesor me llamó aparte y me preguntó por Venezuela. Aún recuerdo sus palabras: «Lo que más pánico me produce de Venezuela es que nada se resolverá de forma pacífica». Chávez todavía gobernaba.
Por muchas razones no finalicé la Maestría, pero mentiría si no dijera que me produce escozor la idea de pisar de nuevo un aula de universidad pública latinoamericana.