A Soraida. A Paola.
El chino del abasto de mi cuadra
es un encanto: he llevado conmigo a uno de mis perros para dejarle amarrado en
la entrada por primera vez y así sumarnos a esa práctica tan porteña, pero el
chino
— un chico amabilísimo más o menos de mi edad—, me ha pedido que se la deje
para cuidarla mientras yo hago las compras. Se han entendido de lo más bien y
yo he olvidado el miedo que me producía dejar a mi perra atada y sola.
Me parece haber notado que su
acento es argentino y su cordialidad invita al saludo. El chino (cuyo
nombre, queda claro, desconozco), ha traído hoy a mi mente, como otras veces, a
una de mis más entrañables amistades de la adolescencia: Soraida, una chica
nacida en Caracas y criada en Margarita, cuyos padres llegaron a Venezuela para
abrir el segundo restaurante de comida china en la isla. Soraida iba encantada
a nuestras casas para probar arepas y otros condumios típicos, y cuando hablaba
de empanadas se le encendían los ojos. Amaba la ruta que conduce a Playa El
Agua, como cualquiera, por su variedad de buenas cachapas y cocadas. Soraida es
venezolana y, ante todo, es margariteña. Creo que su acento no admite dudas.
Hace más de una década que el
hermano mayor de Soraida partió a vivir en Nueva York, y al poco tiempo ella
también le siguió los pasos. Después les tocaría el turno a los otros dos
hermanos y a la madre de mi amiga. Un día le pregunté por su papá y me dijo que
seguía en la isla; según sus propias palabras, el señor Chang no pensaba
abandonar nunca aquel pedazo de tierra porque
sólo allí se sentía a gusto. Así que puedo seguir imaginándolo frente a la
panadería 4 de mayo con su afable sonrisa, como la del chino de mi barrio.
En Margarita hay un dicho popular
que reza: “Y el turco atrás”; el mismo hace referencia a la ingente cantidad
de inmigrantes de Siria y Líbano (que no turcos, pero ésas son mañas y
perversiones de nuestra idiosincrasia, siempre presta a acomodar a un gentío en
el mismo saco) que llegaron a esa parte del Caribe para dedicarse al comercio.
Si entras a una tienda de Porlamar a revisar la mercancía, nunca falta el
“turco” que te sigue los pasos para convencerte de realizar la compra. Con el
turco atrás, digo yo ahora para referirme a mis perros, que como lazarillos,
van ahí a donde yo vaya.
Tal es la cantidad de árabes que
habitan en Margarita, que no creo cometer exageración alguna al afirmar que en
mi colegio había, por lo menos, una venezolana descendiente de éstos en cada
aula. Yo, por ejemplo, estudié con cinco desde el preescolar hasta el
bachillerato. Era normal ver las amplias ojeras dibujadas en sus rostros
durante el Ramadán; tan normal como esos señores sentados, obesos y
semidesnudos, que parecían observarlo todo ahí donde se les ubicase en casa de
Soraida.
Hace un tiempo topé en Facebook
con el perfil de una de esas chicas margariteñas de padres árabes: uno de sus
álbumes de fotos estaba dedicado por completo a los insignes Guaiqueríes, no
los indios, sino el equipo de básquetbol local. Y fue inevitable no pensar en
la camiseta que aún cuelga en la vieja tienda de mi padre, otrora fanático
hasta la médula: en letras blancas está el número y el nombre del más célebre
jugador del mismo equipo, Cruz Lairet. También él, artífice de los mejores años
de los Guaiqueríes, es de ascendencia árabe.
Hoy se impone en mi país,
Venezuela, y en este que ahora habito y sufro, Argentina, la nunca aplacada ola
del patrioterismo. Es un mal que va y viene, que no tiene disimulo ni vergüenza
por las limitaciones de su burdo discurso. Cada insulto que un argentino dirige
contra un paraguayo o un boliviano, reproduce la misma actitud de un venezolano
cuando hace lo propio con un colombiano: el alarde de una situación de ventaja
ante el otro que, automáticamente, les coloca en situación de inferioridad en
cualquier área comparativa; así, colombianos, bolivianos, peruanos y paraguayos
son, bajo estos amos del avance y las riquezas (Venezuela y Argentina) seres
humanos de menor categoría, casi animales, indignos a todas luces de pisar el
suelo patrio. Un disparate por donde se le mire. Serán ideas mías, pero
últimamente me parece notar que se ha renovado en Venezuela la idea de décadas
pasadas que reza que los colombianos son los únicos culpables de cuanta maldad
nos habita. Capaces, como hemos demostrado ser, de inflingirnos solitos y sin
ayuda externa la mayor sarta de calamidades posibles, ahora requerimos de un
ente que expíe las culpas. Yo siempre me pongo en los zapatos de una de mis más
queridas amigas de toda la vida, una persona única, cuyos padres llegaron a Margarita
huyendo de la violencia de Bogotá. Y francamente, no sé qué sentirá al oír
semejantes barbaridades contra el país de sus padres, pero no hace falta mucho
para intuir que ha de ser en extremo desagradable, especialmente si quienes las
confieren son sus compatriotas.
El mundo no parece agotarse de
tanta tontería y maldad, de tanta mira estrecha. Antes pensaba que la
diáspora venezolana tendría, al menos como contrapartida a tanta tristeza, la
virtud de devolvernos a un conjunto de ciudadanos más conscientes de su lugar
en el mundo y, sobretodo, del lugar de los otros, con sus diferencias, sus
particularidades, su historia personal. Una suerte de sensibilización ante el
extraño que diese cabida a la solidaridad y la empatía, porque, al final de
cuentas, todos o casi todos hemos visto marcharse a alguien querido o nos hemos
ido y sabemos que nada es tan simple como lo pintan. Pero al discurso que
profesa que todo el que se fue ha abandonado, no ha resistido, etcétera (como
si ya eso solo no fuese suficientemente bajo) creo que ahora se suma una suerte
de placer en comprobar que, por ejemplo, los españoles, vienen pasándola mal
desde hace un rato. Dale, que el discurso patriotero entra y si no, se filtra;
que los condenados nos jodieron bastante y se la tienen bien merecida. Y lo
decimos nosotros, los de este lado del mundo, que bien que nos hemos buscado
nuestros problemas.
No sé a dónde va esto (mis
palabras, quiero decir, lo que describo ignoro si acaso tendrá final), pero
contemplo ese tapiz de nacionalidades y orígenes diversos que habitan
Margarita, Venezuela, Argentina. Pienso en los afectos que viven en Europa.
Sumo todo lo que llevamos a cuestas como país y entonces entiendo menos. Aunque
entiendo, por ejemplo, que seguramente el señor Chang jamás se irá, como
tampoco lo harán los turcos, los italianos, los portugueses, los hindúes, los
alemanes. Que ellos están allá y yo estoy aquí, tan aquí como el chino que
nunca regatea amabilidad a quien pasa por su abasto, y me gusta que sea así; me
complace porque él y su sonrisa dan al lastre con el estereotipo que de ellos
tenemos. Y ésa es una cosa estupenda, sólo hace falta ver. O la voluntad para
ver.