viernes, 13 de abril de 2012

Casa de putas

L'Apollonide (Souvenirs de la maison close)


“Joder es una profesión espantosamente jodida”, dice una de las chicas en ademán que muta de la desolación a la risa estertórea; una verdad macabra se adivina tras las carcajadas, porque las mujeres en cuestión son putas cautivas en un burdel parisino de finales del siglo XIX: L’apollonide, recinto al que acuden hombres adinerados para satisfacer todo tipo de fantasías sexuales y que será testigo del cambio de siglo que, con sus inminentes transformaciones en las mentalidades y prácticas, implicará también el ocaso de una manera de ejercer la prostitución.

“Si alguna vez salgo de aquí nunca más volveré a tener sexo”, dice otra chica. No hay risas esta vez; saben que están encerradas sin remedio. Lo sabe el espectador gracias a la pericia de Bonello, quien sólo una vez nos muestra el mundo exterior, anclándonos al universo lúgubre y claustrofóbico de L’apollonide: pesadas cortinas, humo, hastío y noches idénticas que se repiten hasta el infinito, quizá apenas matizadas por la posibilidad de que alguien, alguno de esos hombres pague le deuda que podría devolverles la libertad.

La iluminación es escasa y las hermosas ninfas posan desparramadas en cuadros con aires de Munch. Hay pompa, hay preciosismo en L’apollonide; pero hay también una cierta ética en la mirada de Bonello sobre estas muñecas que filma, porque su mundo de caja cerrada no es sinónimo de receptáculo vacío: de la belleza de cada una emerge humanidad. Se les hace justicia allí donde comentan -a veces divertidas, a veces conformes- los padecimientos de una vida con nulas opciones. Son muñecas fijas y esplendorosas desde la magistral secuencia inicial de créditos (un lujo digno de ser contemplado); muñecas para los más variados apetitos de los compradores; muñecas de lienzo, casi pintadas por Goya (en una escena la pantalla se divide en tres haciendo un juego con igual cantidad de chicas. La verticalidad, el contraste de luces es entonces apoteosis de belleza pero también de tinieblas) Es muñeca, literalmente, la prostituta que debe actuar como tal a pedido de un cliente, y es en esa escena donde la cualidad de estas mujeres supera la simple acepción de juguete en manos de otros: Bonello escoge filmarla a ella en detrimento del hombre, e incluso cuando éste la penetra por detrás, la cámara, siempre al frente de su rostro -suerte de Babe Jane joven- exhibe todo el aburrimiento y el sinsentido que el número le genera a la chica.


L’apollonide es una película dura porque no hay salida, ni para el espectador ni para sus protagonistas. Es dura porque es imposible sustraerse a la belleza de estas mujeres, a sus pechos, a sus cuerpos (como es imposible resistirse al influjo del sexo, con sus perversiones y rarezas) y eso aún a sabiendas de que todas ellas sobreviven heridas, rotas, agonizantes. Bonello es consecuente y en gesto de benevolencia dimensiona, agudiza las heridas al pintar a estas desdichadas muñecas de principios del siglo pasado a ritmo de soul y la jugada es perfecta, nunca forzada. La lógica es obvia: si existe un ritmo capaz de expresar de manera íntegra el abismo humano, ése es el soul. 

martes, 10 de abril de 2012

Rompecabezas



A Soraida. A Paola.

El chino del abasto de mi cuadra es un encanto: he llevado conmigo a uno de mis perros para dejarle amarrado en la entrada por primera vez y así sumarnos a esa práctica tan porteña, pero el chino  un chico amabilísimo más o menos de mi edad, me ha pedido que se la deje para cuidarla mientras yo hago las compras. Se han entendido de lo más bien y yo he olvidado el miedo que me producía dejar a mi perra atada y sola.

Me parece haber notado que su acento es argentino y su cordialidad invita al saludo. El chino (cuyo nombre, queda claro, desconozco), ha traído hoy a mi mente, como otras veces, a una de mis más entrañables amistades de la adolescencia: Soraida, una chica nacida en Caracas y criada en Margarita, cuyos padres llegaron a Venezuela para abrir el segundo restaurante de comida china en la isla. Soraida iba encantada a nuestras casas para probar arepas y otros condumios típicos, y cuando hablaba de empanadas se le encendían los ojos. Amaba la ruta que conduce a Playa El Agua, como cualquiera, por su variedad de buenas cachapas y cocadas. Soraida es venezolana y, ante todo, es margariteña. Creo que su acento no admite dudas.

Hace más de una década que el hermano mayor de Soraida partió a vivir en Nueva York, y al poco tiempo ella también le siguió los pasos. Después les tocaría el turno a los otros dos hermanos y a la madre de mi amiga. Un día le pregunté por su papá y me dijo que seguía en la isla; según sus propias palabras, el señor Chang no pensaba abandonar nunca aquel pedazo de tierra  porque sólo allí se sentía a gusto. Así que puedo seguir imaginándolo frente a la panadería 4 de mayo con su afable sonrisa, como la del chino de mi barrio.

En Margarita hay un dicho popular que reza: “Y el turco atrás”; el mismo hace referencia a la ingente cantidad de inmigrantes de Siria y Líbano (que no turcos, pero ésas son mañas y perversiones de nuestra idiosincrasia, siempre presta a acomodar a un gentío en el mismo saco) que llegaron a esa parte del Caribe para dedicarse al comercio. Si entras a una tienda de Porlamar a revisar la mercancía, nunca falta el “turco” que te sigue los pasos para convencerte de realizar la compra. Con el turco atrás, digo yo ahora para referirme a mis perros, que como lazarillos, van ahí a donde yo vaya.

Tal es la cantidad de árabes que habitan en Margarita, que no creo cometer exageración alguna al afirmar que en mi colegio había, por lo menos, una venezolana descendiente de éstos en cada aula. Yo, por ejemplo, estudié con cinco desde el preescolar hasta el bachillerato. Era normal ver las amplias ojeras dibujadas en sus rostros durante el Ramadán; tan normal como esos señores sentados, obesos y semidesnudos, que parecían observarlo todo ahí donde se les ubicase en casa de Soraida.

Hace un tiempo topé en Facebook con el perfil de una de esas chicas margariteñas de padres árabes: uno de sus álbumes de fotos estaba dedicado por completo a los insignes Guaiqueríes, no los indios, sino el equipo de básquetbol local. Y fue inevitable no pensar en la camiseta que aún cuelga en la vieja tienda de mi padre, otrora fanático hasta la médula: en letras blancas está el número y el nombre del más célebre jugador del mismo equipo, Cruz Lairet. También él, artífice de los mejores años de los Guaiqueríes, es de ascendencia árabe.

Hoy se impone en mi país, Venezuela, y en este que ahora habito y sufro, Argentina, la nunca aplacada ola del patrioterismo. Es un mal que va y viene, que no tiene disimulo ni vergüenza por las limitaciones de su burdo discurso. Cada insulto que un argentino dirige contra un paraguayo o un boliviano, reproduce la misma actitud de un venezolano cuando hace lo propio con un colombiano: el alarde de una situación de ventaja ante el otro que, automáticamente, les coloca en situación de inferioridad en cualquier área comparativa; así, colombianos, bolivianos, peruanos y paraguayos son, bajo estos amos del avance y las riquezas (Venezuela y Argentina) seres humanos de menor categoría, casi animales, indignos a todas luces de pisar el suelo patrio. Un disparate por donde se le mire. Serán ideas mías, pero últimamente me parece notar que se ha renovado en Venezuela la idea de décadas pasadas que reza que los colombianos son los únicos culpables de cuanta maldad nos habita. Capaces, como hemos demostrado ser, de inflingirnos solitos y sin ayuda externa la mayor sarta de calamidades posibles, ahora requerimos de un ente que expíe las culpas. Yo siempre me pongo en los zapatos de una de mis más queridas amigas de toda la vida, una persona única, cuyos padres llegaron a Margarita huyendo de la violencia de Bogotá. Y francamente, no sé qué sentirá al oír semejantes barbaridades contra el país de sus padres, pero no hace falta mucho para intuir que ha de ser en extremo desagradable, especialmente si quienes las confieren son sus compatriotas.

El mundo no parece agotarse de tanta tontería y maldad, de tanta mira estrecha. Antes pensaba que la diáspora venezolana tendría, al menos como contrapartida a tanta tristeza, la virtud de devolvernos a un conjunto de ciudadanos más conscientes de su lugar en el mundo y, sobretodo, del lugar de los otros, con sus diferencias, sus particularidades, su historia personal. Una suerte de sensibilización ante el extraño que diese cabida a la solidaridad y la empatía, porque, al final de cuentas, todos o casi todos hemos visto marcharse a alguien querido o nos hemos ido y sabemos que nada es tan simple como lo pintan. Pero al discurso que profesa que todo el que se fue ha abandonado, no ha resistido, etcétera (como si ya eso solo no fuese suficientemente bajo) creo que ahora se suma una suerte de placer en comprobar que, por ejemplo, los españoles, vienen pasándola mal desde hace un rato. Dale, que el discurso patriotero entra y si no, se filtra; que los condenados nos jodieron bastante y se la tienen bien merecida. Y lo decimos nosotros, los de este lado del mundo, que bien que nos hemos buscado nuestros problemas.

No sé a dónde va esto (mis palabras, quiero decir, lo que describo ignoro si acaso tendrá final), pero contemplo ese tapiz de nacionalidades y orígenes diversos que habitan Margarita, Venezuela, Argentina. Pienso en los afectos que viven en Europa. Sumo todo lo que llevamos a cuestas como país y entonces entiendo menos. Aunque entiendo, por ejemplo, que seguramente el señor Chang jamás se irá, como tampoco lo harán los turcos, los italianos, los portugueses, los hindúes, los alemanes. Que ellos están allá y yo estoy aquí, tan aquí como el chino que nunca regatea amabilidad a quien pasa por su abasto, y me gusta que sea así; me complace porque él y su sonrisa dan al lastre con el estereotipo que de ellos tenemos. Y ésa es una cosa estupenda, sólo hace falta ver. O la voluntad para ver.