sábado, 28 de noviembre de 2015

Vigues: Elogio a la tasca



Durante algunos años viví alquilada en un apartamento en Chacao. Era diminuto y no tenía ninguna entrada de luz natural, pero su recuerdo es único porque me permitió disfrutar de las bondades de un municipio como el que entonces gobernaba Leopoldo López. Pero esta historia no es política ni yo era millonaria entonces: el asunto es que conocía al hijo de los dueños y negociamos un alquiler que era un regalo. Y así pude instalarme en pleno Chacao, recorrerlo, descubrir la mejor frutería, el mejor café, las mejores tascas.

Soy fiel devota de la felicidad que puede generar una buena tasca. Más que creyente, militante. No en vano mi mejor amigo se hace llamar 'tascólogo'. Los tascólogos conformamos una hermosa cofradía: confiamos en el poder de unas cervezas culo de foca acompañadas por trozos de tortilla española, ambiente familiar atendido por su dueño y esa atmósfera deliciosa a buen cine venezolano de los setenta.

El asunto es que, a la vuelta de mi casa, quedaba una tasca que se convirtió en mi segundo hogar (mérito que compartía con el irremplazable "Cordon Bleu"): El Vigues. Cuando llegaba la noche y estaba sola sin nada que hacer, iba al Vigues, me sentaba en la barra y me tomaba las Soleras de rigor. Cuando quería ponerme al día con mi mejor amiga, íbamos al Vigues. Me volví tan asidua que el mesonero/barman siempre me consentía con alguna picada. Una vez me contó que era andino y llevaba muchos años trabajando en el lugar. Nunca le pregunté su nombre, creo. Suelo ser así de penosa con desconocidos.

La última vez que estuve en Venezuela me planteé que no pasar por Caracas (mi familia vive en Margarita) sería un pecado: mucho más no darme el gusto y el honor de recorrer las calles de mi querido Chacao. Y lo hice, al igual que entrar de nuevo al Vigues, saludar con un abrazo al mesonero y sentarme en la barra sola, como si el tiempo jamás hubiese pasado. Porque todo hay que decirlo: quizás lo único que iguale la paz de sentarse solo a una buena barra a saborear una cerveza sea ir solo al cine en una función casi desierta. 

En ese viaje a Caracas conocí a alguien a quien siempre había querido conocer. El caballero en cuestión resultó ser muchísimo más gentil y adorable de lo que yo hubiese podido calcular, pero no sólo eso: tuvo la amabilidad de regalarme un recuerdo nuevo y fantástico para la colección de mi tasca favorita: aquel atardecer que vimos mientras compartíamos un cigarrillo en el área de fumadores, muertos de risa, eufóricos con nuestros besos.