domingo, 17 de octubre de 2010

Pendeja Forever


La nacionalidad agota. Precisamente, ser venezolano hoy en día es una tarea titánica. Si normalmente el ser humano es crítico con su entorno inmediato  la autoridad que otorga el conocimiento y la cercanía , ser venezolano, al menos para mí, es un constante peso muerto sobre las espaldas.

La nacionalidad -luego el patriotismo- es ese sentimiento aberrante que mueve a las masas a proclamar sin fundamento lógico- la mayoría de las veces- que lo suyo es la excelencia  entendiéndose por “suyo” cualquier categoría que corresponda: música, carácter, comida, etcétera. Peor aún: que su modo de aprehensión del mundo y comportamiento es el correcto, el único admisible.

Fuera de este universo está el otro. De los nuestros, a veces, pero raro. Así pues, en Venezuela yo soy pendeja y pendeja moriré, me parece.

A las semanas de llegar a Buenos Aires, conocí a un barinés-maracucho por Internet. Decía en su perfil de “venezolanos en Buenos Aires” que no conocía a nadie en la ciudad, y por ser como soy tuve una brillante idea: si no los soportaba allá  a mis compatriotas  podría al menos declarar tregua en el exterior. Mira cómo se ayudan los colombianos, con décadas a cuestas y maestría en estas lides de partir y recomenzar.

Lo dicho: menuda pendeja.

Mi novio y yo lo citamos en un parque; casualmente, era su cumpleaños y aprovechamos para reglarle un alfajor (aún no teníamos trabajo y vivíamos al día)

Imagine un estereotipo. Ahí tiene al muchacho. Con verbo de metralleta dejó en claro desde el principio su adhesión al “Proceso”. “No es que sea chavista, estoy a favor del proceso revolucionario; soy crítico, pero estemos claros: nunca el país vivió un momento de reivindicaciones similares…”.

Respirar.

Nos contó que estaba aquí realizando una especialización de su carrera. Era uno de esos sujetos que gozan echando en cara el título. No importa la procedencia, para mí es símbolo de marginalidad y mente pequeño burguesa eso de erigirte como ser supremo ante los demás porque tienes un título universitario. Harina de otro costal.

Nos mantuvimos callados casi todo el tiempo mientras Tomás –así se llama el simpático gordito llanero- criticaba todo lo que había observado en esta ciudad. Que si los hombres no ceden el puesto en el metro o en el colectivo. Que si las mujeres aquí son extrañas y les falta guaguancó. Que la gente en verano -¡qué barbaridad!- se echa en la grama casi en pelotas a tomar el sol como si tal cosa  ¡el sol!, ¿has visto? . Que si los argentinos son insoportables. En fin: que si el calor caribeño y todas esas majaderías que no son más que un mito sobre el cual vaciar nuestras carencias.

“Tienes que salir más” nos decía mi padre cuando de niños saltaba a la vista nuestro disgusto ante algo desconocido.

La extrañeza que experimentan muchos latinoamericanos con el tema del verano-las fuentes-y la gente en ropa interior y/o de baño en público no me era ajena. Supongo que nunca lo entenderé: ¿no se lleva esa postura por los cachos precisamente nuestra tan cacareada condición de caribeños liberales, gozones? No hay nada más mojigato que un latinoamericano, si es caribeño, peor. Esta herencia mantuana que no nos deja vivir. ¿Qué coño te importa si una tipa se dedica a tomar el sol en una plaza? Todo lo abarcas, espíritu de doña de El Cafetal.

Tomás siguió: narró cómo sus compañeros de clase no soportaban que hablara tanto y por ello, alguna vez lo compararon con Chávez.

No faltaron, cómo no, infinitas loas a la patria. La patria, a la que quieres regresar, que te cobija con su manto sagrado  de 7 u 8 estrellas, escoja Ud. según la tendencia  y te arrulla con cantos de nodrizas y pilón.

Qué tupé el ego de los argentinos ¿dígalo?

Sabía que mi novio estaba tan incómodo como yo. Éramos cómplices en aquel silencio. Yo era culpable por arrastrarnos a ambos en el espiral del que justamente habíamos escapado hacía semanas.

Entonces Tomás agregó:

“¡Y cómo hay lesbianas en Buenos Aires! ¡Y caminan de la mano, como si nada! Un día al cruzar la calle vi a una parejita besándose y no lo podía creer. Me paré detrás de ellas y casi se me salen los ojos, por eso les dije:¡coño, disculpen, pero de donde yo vengo hay que pagar por ver esto!”.

Nos despedimos. Caminamos cabizbajos hasta el departamento en Corrientes. Cuando por fin recobramos fuerzas nos dijimos lo mismo: no lo hagamos más. Ya tuvimos suficiente; a partir de ahora, una nueva vida. Con venezolanos ni a la esquina. Estábamos generalizando, pero en nuestras mentes aturdidas y abochornadas era mejor prevenir que sufrir más representaciones en vivo y directo de lo que debíamos empezar a enterrar.

Un par de meses después vino un primo a Buenos Aires por asuntos laborales. De niña y adolescente siempre tuve de mi primo –llamémosle José- la idea de un tipo inteligente, crítico, leído. No perdía ocasión para hacerle bromas al primo militar –pasa hasta en las mejores familias- y recalcarle cuán poco usaba el cerebro. Poco antes de salir de Venezuela supe que estaba trabajando para el gobierno  para alguna institución castrista  y mi pendeja cabeza no me permitió advertir las razones.

José estaba fascinado con Buenos Aires: con la ciudad donde pululan volantes de putas por doquier.

Una noche entre cervezas -y supongo, a manera de expiación-, nos dijo que él llevaba años trabajando para el gobierno porque sabía que era la única salida. “Mira, Cristinita  los pendejos necesitamos que nos recalquen nuestra condición con diminutivos  la vaina es así: ellos no se van a quedar con toda la tajada. Uno tiene que ser inteligente y pensar a futuro, y yo aquí estoy haciendo real. Me muevo entre los chivos. Estoy pensando unos negocios, yo tengo una familia que mantener, y eso es otro peo. Coño, mira tú a ese carajo Diosdado, qué manera de conectarse. Verga, si uno pudiera llegar hasta ahí. Hacer plata, comprarte una lancha, una vaina. Total, éste es el mismo peo que había antes, en eso estamos claros, pero yo no voy a ser el pendejo que se ponga con la criticadera y deje de lado la oportunidad de su vida, compadre. Mientras a mí me tengan ganando plata, yo me quedo calladito. Yo veo cosas, pero me hago el loco. Así es todo, Cristinita. Ustedes porque bueno, son jóvenes y tal, y no tienen chamos. Eso está de pinga. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo. Aunque bueno, creo que la verdad, no podría: eso de irse del país, así, sin tener nada. Una familia es otra cosa, ya te dije. Hay que ser más vivos que ellos. Yo no me voy a dejar joder.

No te digo yo… pendeja en mayúsculas, que lo sepa el mundo.

Así anduvimos con el primo José por Buenos Aires. Simpático, buena gente, cazando papelitos de putas, porque así se supone que son los hombres.

Coño, flaco, hay muchas cosas que están mal en estos encuentros. Demasiadas. ¿Dónde metemos el guayabo y la vergüenza?

Si esto es lo que hay, apelo al grito de guerra: then let’s keep dancing.

jueves, 14 de octubre de 2010

Conjuro


No puedo escribir. En un archivo de Word acumulo fragmentos inconexos. Me siento inútil. Odio pensar en un tiempo que fluye sin sopresas: con una rutina que no da tregua, en medio de un trabajo asfixiante que, sin embargo, paga. Ya sabemos, hay una cuota por cumplir. Odio sentarme a esperar, exigirme paciencia, ver aparecer lunares nuevos; notar la sutil caída de los senos. Yo no quiero una boda, una cerca. Quiero, eso sí, construir con mis manos. Tener voz y voto. No sobrellevar la agonía sobre un cuerpo rendido ante la aceptación. 

Necesito hallar refugio para tanto tiempo muerto.

Hoy en el receso del trabajo entré, como tantas otras veces, a una librería. Las librerías me sobrecogen: miles de pequeñas puertas por abrir. Tomé “Ojos de perro azul”. Lo leí hace mucho tiempo, tanto que ya no recordaba el cuento que da nombre al libro. 

“Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”.

¿Cómo pude olvidarlo? 

Fue un instante de modesta y secreta alegría. 

Tengo muchos miedos. Despertar y ver que ya no hay tiempo para nada. Asentir con resignación ante una vida que se diluyó en promesas. No comprender adónde fui a parar y por qué.

Pero hoy jueves una frase sirvió de disparador –de la memoria, de las palabras-.