domingo, 25 de septiembre de 2011

El Porno es Cultura

Eveready Harton in Buried Treasure, circa 1929

A tirar, a tirar, que el mundo se va a acabar.
Anónimo

Era mucha la gente que esperaba ante las puertas del MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) ese viernes alrededor de las 11: 30 pm. El programa: Cine porno mudo con música en vivo. La mirada de reconocimiento me devolvió esa característica conjugación de diseño de alto y bajo vuelo en los atuendos, tan distintivo de los estudiantes de carreras humanísticas. Mi emoción daba para apreciar las vestimentas antes que imaginar de qué iban las conversaciones.

A medianoche la sala estaba casi llena. ¿Así pasan sus noches al final de la semana estos chicos? Tal vez debería venir más a Recoleta. O a Palermo. O a ambos, me dije. Un presentador esbozó unas palabras a manera de introducción. Comentó, divertido, que recibieron algunas llamadas de personas intrigadas con la proyección y casi todas hacían la pregunta:

¿Qué tan porno es el porno?
La respuesta era obvia: Únicamente como puede serlo. El porno es una sola cosa, antes y ahora: Sexo explícito. expresó.
Risas de la concurrencia.

A continuación enunció el programa, compuesto por un cortometraje didáctico realizado por una importante universidad, tres cortometrajes de procedencia desconocida (el porno mudo en cuestión) y la sorpresa de la noche: Eveready Harton in Buried Treasure, un cortometraje animado cuya autoría se atribuye a los dibujantes de Félix el gato.

El primero fue una suerte de inciso que juzgué fantástico por contraponerse a las convenciones del porno común: una chica convence a su novio de realizar ejercicios sexuales para así poder alcanzar el tan ansiado orgasmo femenino. Si la pornografía construye un modelo del acto sexual que en nada (o casi) contempla la satisfacción femenina, este cortometraje venía a paliar los efectos; cual prólogo, parecía advertir: lo que verá a continuación es cine porno, pero recuerde que muchas mujeres ignoran cómo alcanzar el clímax; no está de más entonces llevar la intimidad también a las palabras y reconocer el cuerpo del otro, qué le gusta, cómo y a qué ritmo. 

Pese al obvio talante pedagógico del cortometraje, el primer desnudo dio pie a risas nerviosas por parte del público; risas femeninas en su mayoría; la risa femenina es tanto más sonora que la de su opuesto, es aguda, inocultable. Extrañada, pensé en la rivalidad entre los atuendos como señales del mundo educativo y cultural y aquella reacción ingenua, infantil acaso, de los presentes. Estos chicos y chicas saben dónde está el clítoris, ¿no?

A medida que la pareja de actores avanzaba (y aprendía o enseñaba) masturbándose mutuamente (Cambia el ritmo. Detente, por alguna razón estaba cerca y no sé qué pasó pero se escapó) también se acrecentaban las risas. ¿De qué coño se ríen: del de la chica en pantalla o de los propios aún no descubiertos, manipulados y excitados?

Del primer corto silente remarcaré la presencia de unas tetas perfectas en su grandeza y cualidad bamboleante: tetas blancas, robustas, que desafiaban la gravedad sin perder la justa curva de caída. Tetas que se extinguen entre el plástico. El hombre (un individuo cualquiera, me pareció notar que rondaba los 40 años) tenía en sus embestidas la dosis adecuada de sometimiento.  Dominante, exigía la felación a toda costa y, no satisfecho con la mujer de las espléndidas tetas (nalgas, cuerpo, que no merece injusticia), convocaba a una segunda a la habitación.

Le seguía un cortometraje mexicano que mostraba la imperecedera fantasía del sexo con una mujer que finge ser niña, y que de niña en este caso sólo tenía la ropa y una muñeca en brazos, pues venía a ejemplificar el modelo femenino de buena parte del cine porno: la mujer que mira a la cámara sin desparpajo, incluso despojada de cualquier necesidad de simulación de gemidos ni goce (vale, lo contrario a esto último se exagera en la pornografía actual hasta transformarse en distracción) y se deja hacer, segura, avezada. El giro inesperado lo otorgó su compañero, larguirucho y sin ningún atractivo: ninguno hasta descubrir su erección descomunal, tan descomunal que ya en la sala la exhalación de sorpresa se filtró entre la música.

Llegado el turno del tercer cortometraje (los giros idiomáticos de los intertítulos apuntaban que podía haber sido realizado en Argentina) las risas habían disminuido. ¿Cedieron los músculos a la relajación o se tensaron en el proceso de admirar los mismos planos cerrados del miembro que penetra desde atrás, los acostumbrados primeros planos del pezón, de la vagina, cuando tal vez ignorábamos que el sexo siempre fue sexo, aun para aquellos que se movían entre el silencio del blanco y negro?

La ironía es que las risas desaparecieran justo al arribo de la comedia, claro tono de este cortometraje que mostraba a un chico masturbándose a escondidas mientras observaba las aventuras sexuales de un señor y dos señoritas en una terraza. Al borde del paroxismo se les unía y así completaban un cuarteto ideal: hombre que da sexo oral a mujer que besa a la otra mujer, que a su vez recibe sexo oral del otro hombre. Y viceversa. ¿Y si en la adorable proyección del (¿ingenuo, creíamos?) cine porno silente mujer practica sexo oral a otra mujer y hombre hace lo propio con otro hombre…? Así fue, pero la cámara prefirió mostrar sólo a las chicas (¡vaya vieja fantasía!) y el silencio se hizo denso y rígido, sabrá quién si como los músculos o inclusive, las ideas.

¿Qué faltaba ya hacia el final? Zoofilia, hombre que sodomiza a otro hombre y también a una mujer, y para ello nada mejor que el hilarante cortometraje animado. Buen toque: la animación no es la realidad, ergo, podemos reír sin caer en apuros; porque la piel no es piel, ni el ano es tal. Después de todo, son dibujitos: graciosos, adorables y pornográficos.

La función había sido magnífica y la música en vivo elemento que hasta ahora omití absolutamente grandiosa. Quedó, eso sí, la duda en mi cabeza: ¿Qué revela la risa improcedente cuanto la emite quien a claras luces consume cultura? La risa puede delatar incomodidad ante lo desconocido (ignorancia), pacatería o doble moral (sé pero ser una dama me impide reconocerlo en público, finjo pues decoro y que mi mano abanique el bochorno). A consumir cultura entonces, muchachos, que el porno mudo hace al esnob.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Tiempo impreso


Mi tiempo se mide en libros desde hace dos años: es lo que ha transcurrido desde mi llegada a Argentina, país al que arribé con sólo dos libros (veintidós kilos no son nada si de una vida se trata)

Después de aquel septiembre de 2009 sufrimos nueve meses sin empleo. Sin entrar en pormenores sobre tan difícil experiencia, diré que mi biblioteca de hoy era lo que entonces soñaba y necesitaba.

No encuentro mejor manera de expresar quién soy que esta imagen: los libros que compré en las grandes librerías y los que compré usados; los que he leído en colectivos, en paradas, en el trabajo, en casa, en el banco, en ascensores; los que dejó a buen resguardo otra viajera de paso; los que me han regalado o he encargado de Venezuela… Si dos años después me acerco siquiera un poco a quien quería ser, se lo debo a ellos (mi ritmo de lectura en Venezuela no era ni la mitad de intenso). Los libros me han salvado la vida durante este tiempo. No faltará quien diga que exagero. Con toda seguridad puedo afirmar que quien así piensa no ha sufrido la honda soledad del destierro, la cárcel de las posibilidades estrechas o, quizás, no ha descubierto (como afortunadamente hice yo) que los libros son una de las más grandes tablas de salvación.

Con estos libros he metido el dedo en la llaga, me he hundido y he salido a flote innumerables veces. Con ellos he combatido el hastío. Me han hablado y me han hecho hablar: me han dado voz. A través de ellos he visitado mi país y he asistido a otros tantos lugares, y de algunos me ha costado irme. El sueño del lector (ese trance que otorgan las buenas lecturas) es solitario, gratificante y hasta desgarrador. Yo reconozco mi buena suerte: tengo el don de acudir a él aunque el entorno no sea el más adecuado.

Son pocos los libros de mi pequeña biblioteca que aún esperan su turno, y entre los leídos, conservo con especial agrado uno que encontró mi novio en un supermercado durante nuestra etapa de desempleo, cuando sólo podía permitirme la lectura de algunas revistas viejas desechadas por los vecinos. Ignorando si cometía hurto (al parecer no venden libros en ese local, pero queda la duda) lo tomó y me lo trajo. Es una porquería, pero entonces lo leí con la avidez del abstinente.

No sé exactamente qué dicen de mí los títulos de mi biblioteca, no sé qué tipo de lectora soy (hay, además, tres ejemplares de Vogue: septiembre de 2009, 2010 y 2011) Yo diría que soy una lectora por necesidad, y estos dos tramos repletos de líneas subrayadas, mi mayor satisfacción. 

lunes, 5 de septiembre de 2011

Soñar, a veces

I'm a real person. No matter how tempted I am,
I have to choose the real world.
Cecilia, The Purple Rose of Cairo, Woody Allen (1985)


Tengo una vida aburrida y en gran medida se lo debo a mi trabajo. Odio mi trabajo. Ustedes verán: paso todas las tardes de lunes a sábado en un piso lleno de operadores telefónicos. Soy una más de los tantos gestores de cobranzas o, para hacerlo más simple, alguien que debe convencer cual evangélico a otros cientos de individuos que, ingenuamente, creen ser los primeros en argumentar las mismas líneas gastadas para no pagar sus malditas deudas. No sé si lo que resulta tan agotador es el hecho de estar obligada a hablar en demasía durante seis horas corridas, luchar por cobrar y ganar la respectiva comisión o simplemente, las ganas infinitas de salir de ahí y no poder. Todos los sábados pienso que sería un poco más feliz si trabajase de lunes a viernes. Está bien, mi vida amorosa es estupenda y hasta cuento con la fidelidad de dos perros. Pero tampoco de amor se vive.

Los domingos, sola en casa (mi novio trabaja ese día hasta tarde) trato de escribir. A veces lo logro y al lunes siguiente dejo el apartamento eufórica hasta que, a media tarde, frente al monitor, con los audífonos y el micrófono incorporado a la cabeza, echo un vistazo alrededor, me voy lejos del deudor que reclama una tasa abusiva de interés anual y de nuevo, me entristezco: qué lejana luce esa tarde en que fui otra, una capaz de sobreponerse a la rutina y crear.

Hace dos semanas tuve tres días libres seguidos: el sábado llamé para reportarme enferma y el lunes fue feriado. Dediqué el fin de semana a terminar un texto. El lunes decidí hacer una de mis actividades favoritas: ir sola a la primera función del cine. La película elegida fue Midnight in Paris de Woody Allen.

Dice José Urriola que “El buen cinéfilo se emociona con una película (…) El buen cine no se queda en el cerebro, sigue de largo hasta lugares más hondos.” Yo estudié cine y para bien o para mal, no me considero cinéfila, pero ese lunes, en una sala repleta de ancianos (Buenos Aires es un gran Parque Geriátrico The Naked Gun 33⅓: The Final Insult dixit) me conmoví hasta las lágrimas al recordar quién había sido y la razón por la que decidí estudiar mi carrera. Mientras Owen Wilson era presa del más fantástico sueño durante las madrugadas de París, yo podía ver a la niña que fui adorar a Dalí y posteriormente, a Picasso. Y sentí de nuevo ese arrebato pueril que nos embargaba cuando cursábamos los primeros semestres de Artes y gozábamos de la ingenuidad y el desenfado que sólo concede la adolescencia tardía. Revivió el gesto atónito ante las láminas de un libro con fotografías de la obra de Toulouse-Lautrec; resurgieron las leves tardes de estudio mirando las últimas luces caer sobre La Maternidad de Baltasar Lobos.


Abandoné la sala de cine con una extraña mezcla de embriaguez y melancolía. Hacía frío y con las manos en los bolsillos de mi abrigo, caminé por la Avenida Corrientes, deteniéndome en las librerías, incapaz de ver nada pues todo lo quería abarcar, y en mi mente se repetía incesante el estribillo de Cole Porter Let’s do it, let’s fall in love. Decidida a permanecer en el hechizo tomé asiento en El Gato Negro, un hermoso bar que data de la segunda década del siglo pasado, y me comporté a la altura de mi fantasía: pedí un café y leí un cuento.

Contrario a lo que podría esperarse no volví renovada al trabajo el martes. De hecho, esa semana mi ánimo trazó una curva descendente casi imposible de remontar. La jornada se me iba en imaginar dónde había dado el giro de no retorno para perder lo que siempre había anhelado; en qué punto exacto de mi vida las cosas habían cambiado tanto hasta encontrarme en una oficina rodeada de gentes con quienes no podía compartir más que un mate y ocasionales comentarios sobre deudores. No los despreciaba, ni mucho menos, pero qué lejos estaban de aquellas horas en la sala oscura o de las otras, cuando sentados en el pasillo de la Escuela de Artes ambicionábamos la próxima clase de Estética o ser seducidos una vez más por la voz grave e íntima de Gabriel Kizer.

Después de su primera experiencia con el cinematógrafo, Máximo Gorki escribió: “No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso”. A la frase que retumbaba en mi cabeza se le sumó el recuerdo de Cecilia, aquel encantador personaje interpretado por Mia Farrow en The Purple Rose of Cairo: Cecilia, que de tan cinéfila desvaneció la frontera entre el afuera y el adentro de la pantalla. Fue la primera película de Woody Allen que vi en mi vida, también a solas en una función vespertina de la Cinemateca Nacional. Pero tanto ella como Gil PenderOwen Wilson en Midnight in Paris abandonan al final los mundos ilusorios que les son revelados. 

En pocos minutos será lunes y ya casi he dicho todo. Tengo una vida aburrida pero a ratos esta cualidad prosaica de la realidad se esfuma: basta, por ejemplo, con escuchar esa hermosa melodía de Sidney Bechet.